I. PRIMERO, EL IMPACTO
En el principio,
no había tiempo ni ojos para verlo,
sólo una presión imposible,
un rugido de luz empujando los bordes
de un universo que aún no entendía
su propia hambre.
El polvo se acomodó en torbellinos,
los asteroides chocaron,
las primeras tierras se hicieron y deshicieron
como bocas tragándose a sí mismas.
No había testigos
cuando una roca vino a partir la historia,
cuando el cielo ardió en un trueno de fuego
y la tierra, antes un vasto palacio de dientes y garras,
se convirtió en un osario humeante.
Los reyes del mundo desaparecieron
y lo pequeño,
eso que nunca había importado,
empezó a ganar espacio.
II. REINOS QUE SE CREEN ETERNOS
Pero no aprendemos.
Las cenizas de un coloso fertilizan el trono del siguiente,
y en el polvo del viejo imperio,
otro se alza con espadas y decretos.
Babilonia, Roma, Tenochtitlán,
todos se creen el punto final.
Todos sienten que las estrellas se inclinan ante su orden,
hasta que un día la sangre hierve demasiado rápido,
y las piedras que sostienen sus nombres
se desmoronan como pan viejo.
El oro se corrompe en manos sucias,
los ejércitos avanzan y retroceden,
como el mar cuando le cortan la garganta al viento.
Las guerras no terminan,
cambian de bandera.
Los generales dejan su sitio
a presidentes que ya no llevan armadura
pero entienden el metal de otra forma.
Los mapas se trazan en secreto,
los tratados se firman con tinta y cuchillo.
Las fronteras son más que líneas,
son cadenas dibujadas con la sangre de quienes
nunca serán parte de la decisión.
Y mientras ellos juegan a ser dioses,
los campos de Gaza arden.
Los muertos en Ucrania yacen donde ayer hubo plazas.
Los campos de exterminio en Teuchitlán
siguen susurrando los nombres que no se borran.
Los zapatos permanecen,
pequeños, solitarios,
como si esperaran todavía
a quienes nunca regresaron.
Los niños nacen en tiendas de campaña,
bajo lonas que apenas los cubren del invierno.
Crecen en la sombra de un dron,
miran el cielo con miedo,
esperan.
Esperan.
Esperan a que el siguiente imperio se desplome.
III. MÁQUINAS QUE SUSURRAN AL OÍDO
La tecnología no es ni un arma ni un milagro,
pero en la mano equivocada se vuelve
la voz de un dios de plástico y cables,
un titiritero invisible.
Espejos que devuelven lo que queremos ver,
algoritmos que susurran deseos
antes de que lleguen a la boca,
ondas que viajan más rápido que el pensamiento
para decirnos qué comprar,
qué odiar,
quién es enemigo,
qué es verdad.
Las manos que antes blandían espadas
ahora presionan botones
y con un clic condenan o salvan,
pero no distinguen carne de pantalla.
Cada palabra es vigilada,
cada rostro es un código en bases de datos
que no olvidan,
que no perdonan.
La historia se escribe en microchips
y se borra con la misma facilidad
con que un emperador ordenaba incendiar bibliotecas.
Y así, lo invisible gobierna
mientras nos creemos libres.
IV. CUANDO EL VIENTO CAMBIA
Pero el viento siempre cambia.
Un niño en una calle de escombros
pinta en una pared con los dedos,
y su dibujo viaja más lejos
que el proyectil que cayó anoche.
Una madre, de pie entre ruinas,
dice no me moverán
y el ejército se tambalea.
Una carta escondida,
un poema pasado de mano en mano,
una foto en un teléfono clandestino,
una voz que no se apaga aunque la quieran quemar.
Y de pronto, las columnas del palacio tiemblan,
pero esta vez no es para dar paso a otro imperio,
no es el mismo ciclo con otra bandera.
Es otra forma de habitar el mundo.
No un trono nuevo,
no una guerra con otro uniforme,
sino la grieta por donde entra
un sol que nunca antes habíamos visto.
Un mundo que no herede la violencia,
un tiempo que no pese sobre el cuerpo de los débiles.
Y en alguna parte,
una de esas gotas
ya está cayendo.
No sobre una piedra,
sino sobre la semilla
de algo que todavía no tiene nombre,
pero que se siente
como un amanecer sin miedo.