A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.
Franz Kafka
Bueno, la entrada de ayer ciertamente quedó incompleta. Sigo hablando sobre el amor. Aunque antes de todo, quiero aclarar algunos puntos que parecerán clichés pero considero medulares. No creo que todas las buenas relaciones interpersonales irremediablemente se transformen en una relación amorosa. Podemos llevarnos bien con una persona que nos guste, pero no necesariamente tiene que haber algo más que amistad. Hay amor en la amistad de por sí. Cuando hablo de otro nivel, como lo es el de una relación de pareja, aflora un elemento trascendental: la atracción que conlleva una pasión más grande.
Dos puntos más. ¿Por cuál comienzo? El diálogo es la avenida que conduce a la plaza mayor de la paz. Cerrarse al diálogo equivale a renunciar a la paz verdadera, que no consiste en la victoria, sino en el acuerdo provisional. Es verdad que todo lo que escribo hoy nace en un contexto determinado, yo no pensaba exactamente de esta manera hace cinco años, pero hay que tener en cuenta el fin que queremos alcanzar, de lo contrario todos los esfuerzos serían como agua que corre y se desperdicia.
No puedo pues olvidar el amor frágil y joven con el que soñaba cuando yo tenía 14 años. Como dice Antoine de Saint-Exupery: Al primer amor se le quiere más, a los otros se les quiere mejor. Vamos acumulando conocimiento para actuar de una mejor manera. O es lo que deberíamos hacer. Incluso se aplica con la misma pareja, el amor se va nutriendo, crece, y lo ideal sería contenerlo. Un esfuerzo total es una victoria completa, dijo un pensador y hacedor antes. Porque no sólo debemos contemplar, es debido hacer. Por eso el amor que conocí a los 14 años ha madurado, gracias raspones y a mimos se conserva sano.
Una buena salud no es puramente individual. Si creemos que con hacer ejercicio, comer bien, vivir despreocupadamente podemos manternos sanos estamos equivocados. Si vivimos en una sociedad enferma, estamos propensos a caer en el mismo malestar. Como seres sociales, necesitamos recibir afecto, pero si el que pretende darlo está malsano, el alimento contagiará malestares. Además para recibir hay que haber dado antes. Pongamos nombres a estas enfermedades: la ignorancia, el miedo, la injusticia. Podemos aprender de la historia de la humanidad, donde ya han habitado otros enfermos, otros imbéciles, otros humanos. La enfermedad hace agradable la salud; el hambre la saciedad; la fatiga el reposo, dijo el filósofo griego Heráclito de Efeso. Hay pues remedio, solución a cada pregunta, a cada enfermedad. Y no podemos aislarnos, convertirnos en ermitaños. En algunos países de "primer mundo" como Francia o Estados Unidos de América, este manera de vivir se ha vuelto corriente, no por esto también son países con los índices más altos de consumo en medicamentos psiquiátricos.
Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de mofa.
Demócrito de Abdera
Acontecemos contra toda esperanza. Y en el rastro que he dejado en estas entradas, debería ya ser perceptible a quién quiero. Finalmente, quiero citar lo que busca el amor platónico, que no he detallado aquí antes y del cual pienso hablar mañana:
¿Por qué habíamos de renunciar a los amores más ideales, si podíamos vivir en ellos del mismo modo que se vive un sueño? Es que la ilusión es como la ambrosía: mantiene siempre encendido el deseo y la esperanza y ennoblece la vida. Si podemos idealizar la realidad en que vivimos, si cada uno puede tener para sí el más sublime y perfecto amor, ¿por qué íbamos a renunciar? Esa es la esencia del amor platónico: la disposición a idealizar al ser amado como encarnación del amor. Es la ilusión de tener cada Quijote su Dulcinea, y cada Dulcinea su Quijote. Pero con el prodigio añadido de que el amor no queda tan sólo en contemplación, sino que obra buena parte de los milagros que se forja. Cuando una Aldonza Lorenzo cualquiera sabe que es tenida por Dulcinea, se metamorfosea en Dulcinea. Y cuando un Alonso Quijano cualquiera se sabe visto como Quijote, es muy capaz de convertirse en tal. He ahí el embeleso, la virtud de infundir belleza. "Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían" y "ya bien puedes mirarme después que me miraste, que gracia y hermosura en mí dejaste". Sin Platón no hubiésemos llegado hasta aquí.1
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