Pedro Salinas
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
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27 de junio de 2008
24 de junio de 2008
Realismo feliz
La razón obra con lentitud, y con tantas miras, sobre tantos principios, que a cada momento se adormece o extravía. La pasión obra en un instante.
Blaise Pascal
No se puede ir por el mundo diciendo que todo es bonito. ¡Yo no puedo! Me niego a causar tal impresión. Dejo eso para los optimistas. Yo, en cambio, soy de los felices.
No me acuerdo en cuál película que acabo de ver, alguien explicó el milagro de los panes y los peces de una manera extraordinaria. ¡Ah sí! Fue en Millions de Danny Boyle. En esta película, un niño habla con ángeles, al estilo Rilke. Sólo que los ángeles se le presentan desenfadados, casi irreverentes. Bueno, San Pedro le explica al niño el "milagro" de los peces. Al parecer, un día que Jesús predicaba en la montaña ante miles, un niño amigo de Jesús se acercó para compartir pescados que traía del mar. Al parecer estos pescados ya estaban pasados, por lo que cuando Jesús pasó la canasta con el alimento, nadie tomaba ningún pescado, sino que fingían hacerlo para no ofender al maestro, pero en realidad sacaban comida entre sus pertenencias. Cuando la canasta dio la vuelta completa, quedaban los mismos pescados, lo cual Jesús no se explicó, y lo llamó un milagro...
Al unir esto con la película La última tentación de Cristo o el fragmento llamado El gran inquisidor de Los hermanos Karamazov, me queda muy clara la figura humana de Jesús.
Que les cause extrañeza y pesadez entonces a los optimistas, el misterio. Me permito yo un realismo feliz.
No me acuerdo en cuál película que acabo de ver, alguien explicó el milagro de los panes y los peces de una manera extraordinaria. ¡Ah sí! Fue en Millions de Danny Boyle. En esta película, un niño habla con ángeles, al estilo Rilke. Sólo que los ángeles se le presentan desenfadados, casi irreverentes. Bueno, San Pedro le explica al niño el "milagro" de los peces. Al parecer, un día que Jesús predicaba en la montaña ante miles, un niño amigo de Jesús se acercó para compartir pescados que traía del mar. Al parecer estos pescados ya estaban pasados, por lo que cuando Jesús pasó la canasta con el alimento, nadie tomaba ningún pescado, sino que fingían hacerlo para no ofender al maestro, pero en realidad sacaban comida entre sus pertenencias. Cuando la canasta dio la vuelta completa, quedaban los mismos pescados, lo cual Jesús no se explicó, y lo llamó un milagro...
Al unir esto con la película La última tentación de Cristo o el fragmento llamado El gran inquisidor de Los hermanos Karamazov, me queda muy clara la figura humana de Jesús.
Que les cause extrañeza y pesadez entonces a los optimistas, el misterio. Me permito yo un realismo feliz.
23 de junio de 2008
Han de pasar mil lunas
Han de pasar las lunas
para que la sombra no pese
Amor, -peces- nada la Luna
cierra los ojos la gente,
se acuerda ya de memorias
cansada de montañas ajenas
Que pasen mis lunas más
cuando vaya perdiendo
lo que tengo todo
que vaya la Luna
a cegar el inventario
que mi amor ya no requiere
No soy fuga, sino sembradío
de agriculturas /puente/
corren por mí embajadores
prófugos sin accidente
No puedo perder lo que no tengo,
no puedo hartar al vacío de nada,
con todo y todo llagas partiendo
nostalgias confinadas a la suerte
Pero que no me arrepienta,
o me arrepienta completamente
antes de haberme arrepentido
virtual y candorosa mente
En mi almohada se abre un paréntesis
como sueño dictador del mundo,
como retrovisor en parábolas
contemplo su terrible frente
Que deje rastro solo
lo que la razón no inflama,
es la política de mi penuria
un amanecer descalzo hacia ariba
es la sombra que no pesa
y han de pasar mil lunas
para que el olvido te incinere.
para que la sombra no pese
Amor, -peces- nada la Luna
cierra los ojos la gente,
se acuerda ya de memorias
cansada de montañas ajenas
Que pasen mis lunas más
cuando vaya perdiendo
lo que tengo todo
que vaya la Luna
a cegar el inventario
que mi amor ya no requiere
No soy fuga, sino sembradío
de agriculturas /puente/
corren por mí embajadores
prófugos sin accidente
No puedo perder lo que no tengo,
no puedo hartar al vacío de nada,
con todo y todo llagas partiendo
nostalgias confinadas a la suerte
Pero que no me arrepienta,
o me arrepienta completamente
antes de haberme arrepentido
virtual y candorosa mente
En mi almohada se abre un paréntesis
como sueño dictador del mundo,
como retrovisor en parábolas
contemplo su terrible frente
Que deje rastro solo
lo que la razón no inflama,
es la política de mi penuria
un amanecer descalzo hacia ariba
es la sombra que no pesa
y han de pasar mil lunas
para que el olvido te incinere.
22 de junio de 2008
Los hermanos Karamazov
He estado leyendo Los hermanos Karamazov en los últimos días. Mi impresión es grande y profunda. Los buenos libros nos hacen mejores personas, definitivamente. Por esto, quiero recordar en este espacio, para mí y para ti, un pasaje que ha tocado fibras muy sensibles en mí:
-Hace ya varios días -me dijo al entrar- que le escucho con gran curiosidad. Deseo que me honre usted con su amistad y que conversemos detenidamente. ¿Quiere usted hacerme ese gran favor?
-Con mucho gusto -le respondí-. Será para mí un verdadero honor. De tal modo me impresionó aquel hombre desde el primer momento, que me sentía un tanto atemorizado. Aunque todos me escuchaban con curiosidad, nadie me había mirado con una expresión tan grave. Además, había venido a mi casa para hablar conmigo. Después de sentarse continuó:
-He observado que es usted un hombre de carácter, ya que no vaciló en decir la verdad en una cuestión en que su franqueza podía atraerle el desprecio general.
-Sus elogios son exagerados.
-Nada de eso. Lo que usted hizo requiere mucha más resolución de la que usted supone. Esto es lo que me impresionó y por eso he venido a verle. Tal vez mi curiosidad le parezca indiscreta, pero quisiera que me describiera usted sus sensaciones, en caso de que las recuerde, al decidir pedir perdón a su adversario en el terreno del duelo. No atribuya usted mi pregunta a ligereza. Es todo lo contrario. Se la hago con un fin secreto que seguramente le explicaré muy pronto, si Dios quiere que se entable entre nosotros una verdadera amistad.
Yo lo escuchaba mirándolo fijamente. De pronto sentí hacia él una confianza absoluta, al mismo tiempo que una viva curiosidad, pues percibí que su alma guardaba un secreto.
-Desea usted conocer mis sensaciones en el momento en que pedí perdón a mi adversario -dije-, pero será preferible que antes le refiera ciertos hechos que no he revelado a nadie. Le describí mi escena con Atanasio y le dije que finalmente me había arrodillado ante él.
-Esto le permitirá comprender -terminé- que durante el duelo mi estado de ánimo había mejorado mucho. En mi casa había empezado a recorrer un nuevo camino y seguía adelante, no sólo libre de toda preocupación, sino alegremente. El visitante me escuchó con atención y simpatía.
-Todo esto es muy curioso -dijo-. Volveré a visitarle. Desde entonces vino a verme casi todas las tardes. En seguida habríamos trabado estrecha amistad si mi visitante me hubiera hablado de sí mismo. Pero se limitaba a hacerme preguntas sobre mí. No obstante, le tomé afecto y le abrí mi corazón. Me decía en mi fuero interno: «No necesito que me confíe sus secretos para estar persuadido de que es un hombre justo. Además, hay que tener en cuenta que es una persona sería y que viene a verme, a escucharme, a pesar de que tiene bastante más edad que yo.» Aprendí mucho de él. Era un hombre de gran inteligencia.
-Yo también creo desde hace mucho tiempo que la vida es un paraíso -me dijo un día, mirándome y sonriendo-. Estoy incluso más convencido que usted, como le demostraré cuando llegue el momento. Entonces me dije: « No cabe duda: tiene que hacerme una revelación. »
-Todos -continuó- llevamos un paraíso en el fondo de nuestro ser. En este momento yo llevo el mío dentro dé mí y, si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para toda mi vida.Me hablaba afectuosamente, mirándome con una expresión enigmática, como si me interrogase.
-En cuanto a la culpabilidad de cada hombre ante todos, no sólo por sus pecados, sino por todo, sus juicios son justos. Es asombroso que haya podido concebir esta idea con tanta amplitud. Comprenderla supondrá para los hombres el advenimiento del reino de los cielos, no como un sueño, sino como una auténtica realidad.
-¿Pero cuándo llegará ese día? -exclamé, apenado-. Acaso esa idea no pase nunca de ser un sueño.
-¿Cómo es posible que no crea usted lo que predica? Ha de saber que ese sueño se realizará, pero no ahora, cuando todo está regido por leyes. Es un fenómeno moral, psicológico. Para que el mundo se renueve es preciso que los hombres cambien de rumbo. Mientras cada ser humano no se sienta verdaderamente hermano de su prójimo, no habrá fraternidad. Guiándose por la ciencia y el interés, los hombres no sabrán nunca repartir entre ellos la propiedad y los derechos; nadie se sentirá satisfecho y todos murmurarán, se envidiarán, se exterminarán... Usted se pregunta cuándo se realizará su ideal. Pues bien, se realizará cuando termine la etapa del aislamiento humano.
-¿El aislamiento humano? -pregunté.
-Sí. Hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las demás personalidades, gozar individualmente de la plenitud de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los seres humanos caen en la soledad más coinpleta. En nuestro siglo, todos los hombres se han fraccionado en unidades. Cada cual se aisla en su agujero, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuantas más riquezas reúne, más se hunde en una impotencia fatal. Porque se ha habituado a contar sólo consigo mismo y se ha desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y tiembla ante la sola idea de perder su fortuna y los derechos que ésta le otorga. Hoy el espíritu humano empieza a perder de vista en todas partes, cosa ridícula, que la verdadera garantia del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento terminará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán que su separación es contraria a todas las leyes de la naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto tiempo en las tinieblas, sin ver la luz. Y en ese momento aparecerá en el cielo el signo del Hijo del Hombre... Pero hasta entonces habrá que tener guardado el estandarte y predicar con el ejemplo, aun siendo uno solo el que lo haga. Ese uno deberá salir de su aislamiento y acercarse a sus hermanos, sin detenerse ante el riesgo de que le tomen por loco. Hay que proceder de este modo para evitar que se extinga una gran idea.
Fragmento del Capítulo VI, Libro II de Los Hermanos Karamazov de Fedor M. Dostoyevski.
-Hace ya varios días -me dijo al entrar- que le escucho con gran curiosidad. Deseo que me honre usted con su amistad y que conversemos detenidamente. ¿Quiere usted hacerme ese gran favor?
-Con mucho gusto -le respondí-. Será para mí un verdadero honor. De tal modo me impresionó aquel hombre desde el primer momento, que me sentía un tanto atemorizado. Aunque todos me escuchaban con curiosidad, nadie me había mirado con una expresión tan grave. Además, había venido a mi casa para hablar conmigo. Después de sentarse continuó:
-He observado que es usted un hombre de carácter, ya que no vaciló en decir la verdad en una cuestión en que su franqueza podía atraerle el desprecio general.
-Sus elogios son exagerados.
-Nada de eso. Lo que usted hizo requiere mucha más resolución de la que usted supone. Esto es lo que me impresionó y por eso he venido a verle. Tal vez mi curiosidad le parezca indiscreta, pero quisiera que me describiera usted sus sensaciones, en caso de que las recuerde, al decidir pedir perdón a su adversario en el terreno del duelo. No atribuya usted mi pregunta a ligereza. Es todo lo contrario. Se la hago con un fin secreto que seguramente le explicaré muy pronto, si Dios quiere que se entable entre nosotros una verdadera amistad.
Yo lo escuchaba mirándolo fijamente. De pronto sentí hacia él una confianza absoluta, al mismo tiempo que una viva curiosidad, pues percibí que su alma guardaba un secreto.
-Desea usted conocer mis sensaciones en el momento en que pedí perdón a mi adversario -dije-, pero será preferible que antes le refiera ciertos hechos que no he revelado a nadie. Le describí mi escena con Atanasio y le dije que finalmente me había arrodillado ante él.
-Esto le permitirá comprender -terminé- que durante el duelo mi estado de ánimo había mejorado mucho. En mi casa había empezado a recorrer un nuevo camino y seguía adelante, no sólo libre de toda preocupación, sino alegremente. El visitante me escuchó con atención y simpatía.
-Todo esto es muy curioso -dijo-. Volveré a visitarle. Desde entonces vino a verme casi todas las tardes. En seguida habríamos trabado estrecha amistad si mi visitante me hubiera hablado de sí mismo. Pero se limitaba a hacerme preguntas sobre mí. No obstante, le tomé afecto y le abrí mi corazón. Me decía en mi fuero interno: «No necesito que me confíe sus secretos para estar persuadido de que es un hombre justo. Además, hay que tener en cuenta que es una persona sería y que viene a verme, a escucharme, a pesar de que tiene bastante más edad que yo.» Aprendí mucho de él. Era un hombre de gran inteligencia.
-Yo también creo desde hace mucho tiempo que la vida es un paraíso -me dijo un día, mirándome y sonriendo-. Estoy incluso más convencido que usted, como le demostraré cuando llegue el momento. Entonces me dije: « No cabe duda: tiene que hacerme una revelación. »
-Todos -continuó- llevamos un paraíso en el fondo de nuestro ser. En este momento yo llevo el mío dentro dé mí y, si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para toda mi vida.Me hablaba afectuosamente, mirándome con una expresión enigmática, como si me interrogase.
-En cuanto a la culpabilidad de cada hombre ante todos, no sólo por sus pecados, sino por todo, sus juicios son justos. Es asombroso que haya podido concebir esta idea con tanta amplitud. Comprenderla supondrá para los hombres el advenimiento del reino de los cielos, no como un sueño, sino como una auténtica realidad.
-¿Pero cuándo llegará ese día? -exclamé, apenado-. Acaso esa idea no pase nunca de ser un sueño.
-¿Cómo es posible que no crea usted lo que predica? Ha de saber que ese sueño se realizará, pero no ahora, cuando todo está regido por leyes. Es un fenómeno moral, psicológico. Para que el mundo se renueve es preciso que los hombres cambien de rumbo. Mientras cada ser humano no se sienta verdaderamente hermano de su prójimo, no habrá fraternidad. Guiándose por la ciencia y el interés, los hombres no sabrán nunca repartir entre ellos la propiedad y los derechos; nadie se sentirá satisfecho y todos murmurarán, se envidiarán, se exterminarán... Usted se pregunta cuándo se realizará su ideal. Pues bien, se realizará cuando termine la etapa del aislamiento humano.
-¿El aislamiento humano? -pregunté.
-Sí. Hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las demás personalidades, gozar individualmente de la plenitud de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los seres humanos caen en la soledad más coinpleta. En nuestro siglo, todos los hombres se han fraccionado en unidades. Cada cual se aisla en su agujero, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuantas más riquezas reúne, más se hunde en una impotencia fatal. Porque se ha habituado a contar sólo consigo mismo y se ha desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y tiembla ante la sola idea de perder su fortuna y los derechos que ésta le otorga. Hoy el espíritu humano empieza a perder de vista en todas partes, cosa ridícula, que la verdadera garantia del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento terminará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán que su separación es contraria a todas las leyes de la naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto tiempo en las tinieblas, sin ver la luz. Y en ese momento aparecerá en el cielo el signo del Hijo del Hombre... Pero hasta entonces habrá que tener guardado el estandarte y predicar con el ejemplo, aun siendo uno solo el que lo haga. Ese uno deberá salir de su aislamiento y acercarse a sus hermanos, sin detenerse ante el riesgo de que le tomen por loco. Hay que proceder de este modo para evitar que se extinga una gran idea.
Fragmento del Capítulo VI, Libro II de Los Hermanos Karamazov de Fedor M. Dostoyevski.
15 de junio de 2008
Imitación de Propercio
Ernesto Cardenal
Yo no canto la defensa
de Stalingrado
ni la campaña de Egipto
ni el desembarco de sicilia
ni la cruzada del Rhin
del general Eisenhower:
Yo sólo canto la conquista
de una muchacha.
Yo no canto la defensa
de Stalingrado
ni la campaña de Egipto
ni el desembarco de sicilia
ni la cruzada del Rhin
del general Eisenhower:
Yo sólo canto la conquista
de una muchacha.
7 de junio de 2008
Puentes como liebres
Mario Benedetti
1
Había oído mencionar su nombre, pero la primera vez que la vi fue un rato antes de subir al vapor de la carrera. Mis viejos y mis hermanas habían venido a despedirme y estaban algo conmovidos, no porque viajara a Buenos Aires a pasar una semana con mis primos sino porque a mis dieciséis años nunca había ido solo «al extranjero».
Ella también estaba en la dársena pero en otro grupo, creo que con su madre y con su abuela. Entonces mamá le dijo discretamente a mi hermana mayor: «Qué linda se ha puesto la hija de Eugenia Carrasco, pensar que hace dos años era sólo una gurisa». Mamá tenía razón: yo no podía saber como lucía dos años atrás la hija de Eugenia, pero ahora en cambio era una maravilla. Delgada, con el pelo rojizo sujeto en la nuca con un moño, tenía unos rasgos delicados que me parecieron casi etéreos y en el primer momento atribuí esa visión a la neblina. Luego pude comprobar que con niebla o sin niebla, ella era así.
Al igual que yo, viajaba sola. Poco después ya con el barco en movimiento, nos cruzamos en un pasillo y me miró como reconociéndome. Dijo: «¿Vos sos el hijo de Clara?», exactamente cuando yo preguntaba: «¿Vos sos la hija de Eugenia?». Nos avergonzamos al unísono, pero fue más cómodo soltar la risa. Tomé nota de que cuando reía, podía ser una picara que se hacia la inocente, o viceversa.
Inmediatamente cambié mi rumbo por el suyo. Iba pensando proponerle que cenáramos juntos y ensayaba mentalmente la frase cuando nos encontramos con el restaurante, así que se lo dije. «Y mira que tengo plata». Me gustó que aceptara de entrada, sin recurrir al filtro de negativas e insistencias tan usado por los adultos en los años treinta.
«Ah, pero somos algo más que el hijo de Clara y la hija de Eugenia, ¿no te parece? Yo me llamo Celina.» «Y yo Leonel». El mozo del restaurante nos tomó por hermanos. «Qué aventura», dijo ella. Estuve por decir aventura incestuosa, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo «aventura incestuosa» y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella también pero por solidaridad, estoy seguro.
Me pregunto si sabía en que estaba pensando. Qué iba a saber. «Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho». Albricias: el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto. Y el mozo que preguntaba si mi hermanita también. Y ella que sí claro, «por algo somos inseparables». Se fue el mozo y dije: «Ojalá». «Ojalá qué». Me di cuenta de que había conseguido desorientarla. «Ojalá fuéramos inseparables». Ella entendió que era algo así como una declaración de amor. Y era.
Cuando estábamos terminando la crema aurora, me preguntó por qué había dicho eso, y estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por entre el tenedor y las copas, pero ella: «Ay no, acordáte que somos hermanitos». Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1937, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías, las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando. Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella: «Me gusta como decís que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo decía yo que me gustaba. Sí ya sé qué pavadas. Pero a nosotros nos sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios de frases famosas.
Cuando estabamos en el churrasco ella dijo que hasta ahora no se había enamorado, pero quién sabe. «Además, sólo tengo quince años». Y yo dieciséis. Pero quien sabe. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz. Del churrasco no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que l mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre.
En el postre nos cantamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas». «A mi también me entusiasman las matemáticas». Exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopiadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres estaban separados, pero lo había asimilado bien. «Era mucho peor cuando estaban juntos y se insultaban a diario». Lamenté profundamente que mis padres no se hubieran divorciado, más bien estaban contentos de estar juntos. Lo lamenté porque habría sido otra coincidencia, pero la verdad es que no me atrevía modificar de ese modo la historia. «Leonel, no lo lamentes, es mucho mejor que se lleven bien, así se ocupan menos de vos. Si viven agraviándose, se quedan con una inquina espantosa y después se desquitan con uno».
Tomamos café, que estaba recalentado, casi diría que repugnante, pero ni ella ni yo teníamos ganas de volver a nuestros respectivos camarotes. Celina compartía el suyo con dos viejas; yo, con tres futbolistas. Menos mal que la noche estaba espléndida. Aquí ya no había niebla y la Vía Láctea era emocionante. Estuvimos un rato mirando el agua, que golpeaba y golpeaba, pero hacía frío y decidimos sentarnos adentro, en un sofá enorme. Ella se puso un saquito porque estaba temblando, y yo, para transmitirle un poco de calor, apoyé mi largo brazo sobre sus hombros encogidos. El ruido del agua, el olor salitroso que nos envolvía y los pasillos totalmente desiertos, creaban un ambiente que me pareció cinematográfico. Era como si actuáramos dentro de una película. Nosotros, la pareja central.
Estuvimos callados como media hora, pero los cuerpos se contaban historias, hacían proyectos, no querían separarse. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, yo balbuceé: «Celina». Movió apenas el cabello rojizo, sin mirarme, a modo de saludo. Un largo rato después, cuando yo creía que estaba dormida, dijo despacito: «Pero quién sabe».
iremos, yo, tus ojos y yo, mientras descansas,
bajo los tersos párpados vacíos
a cazar puentes, puentes como liebres,
por los campos del tiempo que vivimos.
Pedro Salinas.
1
Había oído mencionar su nombre, pero la primera vez que la vi fue un rato antes de subir al vapor de la carrera. Mis viejos y mis hermanas habían venido a despedirme y estaban algo conmovidos, no porque viajara a Buenos Aires a pasar una semana con mis primos sino porque a mis dieciséis años nunca había ido solo «al extranjero».
Ella también estaba en la dársena pero en otro grupo, creo que con su madre y con su abuela. Entonces mamá le dijo discretamente a mi hermana mayor: «Qué linda se ha puesto la hija de Eugenia Carrasco, pensar que hace dos años era sólo una gurisa». Mamá tenía razón: yo no podía saber como lucía dos años atrás la hija de Eugenia, pero ahora en cambio era una maravilla. Delgada, con el pelo rojizo sujeto en la nuca con un moño, tenía unos rasgos delicados que me parecieron casi etéreos y en el primer momento atribuí esa visión a la neblina. Luego pude comprobar que con niebla o sin niebla, ella era así.
Al igual que yo, viajaba sola. Poco después ya con el barco en movimiento, nos cruzamos en un pasillo y me miró como reconociéndome. Dijo: «¿Vos sos el hijo de Clara?», exactamente cuando yo preguntaba: «¿Vos sos la hija de Eugenia?». Nos avergonzamos al unísono, pero fue más cómodo soltar la risa. Tomé nota de que cuando reía, podía ser una picara que se hacia la inocente, o viceversa.
Inmediatamente cambié mi rumbo por el suyo. Iba pensando proponerle que cenáramos juntos y ensayaba mentalmente la frase cuando nos encontramos con el restaurante, así que se lo dije. «Y mira que tengo plata». Me gustó que aceptara de entrada, sin recurrir al filtro de negativas e insistencias tan usado por los adultos en los años treinta.
«Ah, pero somos algo más que el hijo de Clara y la hija de Eugenia, ¿no te parece? Yo me llamo Celina.» «Y yo Leonel». El mozo del restaurante nos tomó por hermanos. «Qué aventura», dijo ella. Estuve por decir aventura incestuosa, pero pensé que iba demasiado rápido. Entonces ella dijo «aventura incestuosa» y no tuve más remedio que ruborizarme. Ella también pero por solidaridad, estoy seguro.
Me pregunto si sabía en que estaba pensando. Qué iba a saber. «Bueno, estoy pensando en la cara que pondría mi abuela si supiera que estoy cenando con un muchacho». Albricias: el muchacho era yo. Y el mozo que me preguntaba si iba a pedir el menú económico. Por supuesto. Y el mozo que preguntaba si mi hermanita también. Y ella que sí claro, «por algo somos inseparables». Se fue el mozo y dije: «Ojalá». «Ojalá qué». Me di cuenta de que había conseguido desorientarla. «Ojalá fuéramos inseparables». Ella entendió que era algo así como una declaración de amor. Y era.
Cuando estábamos terminando la crema aurora, me preguntó por qué había dicho eso, y estaba seria y lindísima. Yo no estaba lindísimo pero sí estaba serio cuando imaginé que la mejor respuesta era enviarle mi mano por entre el tenedor y las copas, pero ella: «Ay no, acordáte que somos hermanitos». Hay que ver los problemas que tenían los chicos, allá por 1937, en los preámbulos del amor. Era como si todos, las madres, las tías, las madrinas, las abuelas, los siglos en fin, nos estuvieran contemplando. Entonces, con las manos muy quietas pero crispadas, le contesté por fin que le había dicho eso porque me gustaba, nada más. Y ella: «Me gusta como decís que te gusto». Ah, pero a mí me gustaba que a ella le gustara cómo decía yo que me gustaba. Sí ya sé qué pavadas. Pero a nosotros nos sonaban como clarinadas de genio, de esas que aparecen en los diccionarios de frases famosas.
Cuando estabamos en el churrasco ella dijo que hasta ahora no se había enamorado, pero quién sabe. «Además, sólo tengo quince años». Y yo dieciséis. Pero quien sabe. Y desplegaba su sonrisa. Comparada con la suya, la de la Gioconda era una pobre mueca. Debo agregar que, a pesar de sus rasgos etéreos, demostró un apetito voraz. Del churrasco no quedaron ni huellas. Yo por lo menos dejé una papa, nada más que para que l mozo no pensara que éramos unos muertos de hambre.
En el postre nos cantamos las vidas. En su clase había quien le tenía ojeriza porque era la única que obtenía sobresalientes en matemáticas». «A mi también me entusiasman las matemáticas». Exclamé radiante y hasta me lo creí, pero sólo era una mentira autopiadosa, ya que entonces las odiaba y todavía hoy me dura el rencor. Sus padres estaban separados, pero lo había asimilado bien. «Era mucho peor cuando estaban juntos y se insultaban a diario». Lamenté profundamente que mis padres no se hubieran divorciado, más bien estaban contentos de estar juntos. Lo lamenté porque habría sido otra coincidencia, pero la verdad es que no me atrevía modificar de ese modo la historia. «Leonel, no lo lamentes, es mucho mejor que se lleven bien, así se ocupan menos de vos. Si viven agraviándose, se quedan con una inquina espantosa y después se desquitan con uno».
Tomamos café, que estaba recalentado, casi diría que repugnante, pero ni ella ni yo teníamos ganas de volver a nuestros respectivos camarotes. Celina compartía el suyo con dos viejas; yo, con tres futbolistas. Menos mal que la noche estaba espléndida. Aquí ya no había niebla y la Vía Láctea era emocionante. Estuvimos un rato mirando el agua, que golpeaba y golpeaba, pero hacía frío y decidimos sentarnos adentro, en un sofá enorme. Ella se puso un saquito porque estaba temblando, y yo, para transmitirle un poco de calor, apoyé mi largo brazo sobre sus hombros encogidos. El ruido del agua, el olor salitroso que nos envolvía y los pasillos totalmente desiertos, creaban un ambiente que me pareció cinematográfico. Era como si actuáramos dentro de una película. Nosotros, la pareja central.
Estuvimos callados como media hora, pero los cuerpos se contaban historias, hacían proyectos, no querían separarse. Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, yo balbuceé: «Celina». Movió apenas el cabello rojizo, sin mirarme, a modo de saludo. Un largo rato después, cuando yo creía que estaba dormida, dijo despacito: «Pero quién sabe».
3 de junio de 2008
Si fueras a París conmigo
Si fueras a París te darías cuenta de que ahí existen todos los tercermundos de la ensalada. Que las digieren con armoniosa consumación intelectual. Date cuenta que si fueras a París, inmediatamente buscarías al que se ensancha, al que no se queda, al que se devuelve. Para eso voy, para ir pero para devolverme a la real ensalada... Si fueras a París conmigo te enamorarías de mi natural asco por la curiosidad snob hacia los Campos Elíseos, a la Torre Eiffel, al Molino Rojo, al Museo de Louvre, al Panteón, y todos esos magníficos sitios que hay que visitar siempre, pero sólo una vez, con crítica inocencia histórica, sin pretensión turística.
¡Que se enamoren en París los que no tengan amor suficiente para enamorarse! Qué otros se pierdan en el encantamiento de la atmósfera por sí misma creada, por sí mismos ensimismados. Porque París existe en cada biblioteca de barrio. En la atmósfera bohemia de los que juegan sin embelesar la posada. En los aventureros que volvieron y contaron lo que vieron, sin hacer ojitos ni tampoco avispamientos, sin recetas ni libros autobiográficos. Que el nuestro sea un recorrido, una estancia en nuestra escalada, una visita sin título ni contratiempo por asegurar lugar en tal acontecimiento. Cuando vayas a París conmigo... Escucha con atención al que dice (date cuenta) es la vida, la muerte de la Muerte. Para verla con claridad.
¡Que se enamoren en París los que no tengan amor suficiente para enamorarse! Qué otros se pierdan en el encantamiento de la atmósfera por sí misma creada, por sí mismos ensimismados. Porque París existe en cada biblioteca de barrio. En la atmósfera bohemia de los que juegan sin embelesar la posada. En los aventureros que volvieron y contaron lo que vieron, sin hacer ojitos ni tampoco avispamientos, sin recetas ni libros autobiográficos. Que el nuestro sea un recorrido, una estancia en nuestra escalada, una visita sin título ni contratiempo por asegurar lugar en tal acontecimiento. Cuando vayas a París conmigo... Escucha con atención al que dice (date cuenta) es la vida, la muerte de la Muerte. Para verla con claridad.
2 de junio de 2008
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