Louis Evely
EN UN MUNDO profundamente transformado es necesario que se renueve la obra característica del Espíritu Santo: que cada cual oiga a la iglesia católica hablarle en su propia lengua, que nuestro tiempo experimente la sorpresa de escuchar una gozosa nueva proclamada en su lenguaje, en su mentalidad, con sus aspiraciones.
Es reírse de las gentes, proponerles la ascensión tomo una travesía entre nubes, el descenso a los infiernos como una exploración espeleológica y el sentarse a la derecha del Padre como el ceremonial de una investidura divina.
Representar la resurrección de Cristo como la imagen de un cadáver que sale de una tumba es evidentemente la tentación inevitable de una catequesis primitiva, pero tropieza con tan graves objeciones históricas, filosóficas y teológicas que nos vemos obligados a expresarla de otro modo si queremos que las gentes avisadas nos escuchen.
¿Por qué ha de ser necesaria la fe para constatar la identidad de un cadáver reanimado? La resurrección no es un «retorno a la vida» -–sería poco deseable y no prepararía más que un retorno a la muerte–; es la entrada en una vida distinta, expresa la glorificación de Cristo, su ascensión a la esfera de la existencia divina. Pero entonces, ¿qué prueba histórica, qué experiencia podría concebirse para atestiguar un hecho así? Si un cuerpo espiritual se presenta como tal no puede ser constatado ni reconocido; si se presenta como un cuerpo ordinario, pierde precisamente lo que quería hacer constatar, es un fantasma que no tiene realidad ni en un orden ni en el otro.
Pero vamos a ir mostrando todo esto más despacio.
Comencemos por distinguir, como en otros lugares, una interiorización de la resurrección y una exteriorización.
Es un peligro permanente, y es la desgracia actual de la iglesia, confundir en todos los terrenos la interiorización y la exteriorización: es mucho más fácil de definir un cristiano por el bautismo que por la fe y la caridad. Y, sin embargo, qué es mejor: ¿Una fe sin bautismo o un bautismo sin fe? ¿Un amor sin matrimonio o un matrimonio sin amor? ¿Una misa sin comunidad o una comunidad sin misa?
Es lo que mata a tantos sacerdotes jóvenes: sentir que se van haciendo funcionarios de lo sagrado, pasar el tiempo administrando el bautismo a niños cuyos padres no tienen fe. Casar parejas de las que no se sabe si se quieren de verdad ni si creen; dar la unción a enfermos ya inconscientes, enterrar ateos en la iglesia y celebrar misas para individuos yuxtapuestos, convocados bajo pena de pecado mortal.
Cristo empleó tres años en crear una comunidad y no celebró más que una misa en toda su vida. Pero los sacerdotes celebran trescientas sesenta y cinco misas por año sobre comunidades ausentes.
La exteriorización, el rito, han ahogado la interiorización, la realidad.
¿Cuál es para vosotros, la interiorización de la resurrección? Que Cristo es viviente y vivificante, que ha adquirido tal intensidad de vida que es capaz de unir a sí un cuerpo hecho de miembros innumerables animados por la vida misma.
¿Y cuál es la exteriorización que deseáis? ¿Ángeles? ¿Un temblor en la tierra? ¿Una aparición? ¿Cuáles son vuestras exigencias? Tomás reclamó huellas dactilares; se entregó a una verificación judicial de identidad. ¿Es eso lo que os convencerá de la resurrección de Cristo? Y aún cuando su cadáver hubiese sido reanimado durante algunos meses o años, ¿qué interés tendría eso para nosotros, veinte siglos de distancia?
La exteriorización que hace Mateo es:
Y he aquí que se produjo un gran temblor de tierra: el ángel del Señor descendió del cielo, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Tenía el aspecto del relámpago, y su ropa era blanca como nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos (Mt 28, 2-4).
Los antiguos exegetas concedían gran importancia a estos testimonios. Los nuevos ven en ellos un lenguaje convencional. Jean Guitton afirma:
Mateo se esfuerza por contar (la resurrección) con el colorido de los antiguos relatos bíblicos... Esas «maravillas» que nos admiran y que están en discordancia con la sobriedad y la verosimilitud del relato de Lucas y de Juan, para comprenderlas bien hay que adoptar, sin duda, la actitud de espíritu que tenía Pablo ante el maná o ante la roca de Horeb; buscaba ante todo su significación «típica»1.
Y el padre Benoit, profesor de la Escuela bíblica de Jerusalén, escribe:
...Y así las manifestaciones con las que solamente Mateo acompaña la resurrección presentan, por su relación con las descripciones del Día de Yahvé, una enseñanza más teológica que propiamente histórica2.
¡Más teológica que histórica! ¿Conocéis acontecimientos que sean un poco menos históricos que teológicos? ¿No valdría más decir que tal cosa no es histórica en absoluto? (Si, por una vez, los exegetas católicos tuvieran el valor de decir claramente lo que piensan... ¡Sería asombroso, pero a fin de cuentas muy saludable!).
La exteriorización de la resurrección, para un hombre moderno, es haber experimentado que Cristo actúa en su vida, haber sido interpelado por esa palabra que habla como jamás ha hablado hombre alguno, haberle visto hacerse vivo y aparecer en el último de los suyos.
Cuando se ha visto y se ha vivido esto, uno queda tan feliz, tan convencido, tan colmado que no desea nada más, y todo lo demás, los signos que enumeraba más arriba, en su comparación parecen niñerías.
Verdaderamente, si nada hubiese ocurrido en el pasado, nada habría que experimentar en el presente. Pero si algo se ha producido únicamente en el pasado, eso ya no nos interesa hoy. Hay que llegar a demostrar que la misma realidad se nos ofrece hoy, como se propuso a los apóstoles en otro tiempo.
* * *
La cuestión fundamental, para nosotros, es la siguiente: ¿creéis que los apóstoles tuvieron de la resurrección de Cristo otras pruebas que nosotros?
La mayor parte así lo cree; creen que los apóstoles gozaron de encuentros, de presencia de apariciones, de palabras, de comidas comunes de evidencias palpables Y nosotros que no hemos sido favorecidos con los mismos privilegios, no tenemos más que fiarnos de ellos
Pero si fuese así, significaría que nosotros creemos en su testimonio más que en Cristo resucitado, dependeríamos de otros hombres no tendríamos comunicación directa con Dios; nuestra fe sería humana y no divina.
Confesémoslo: la primera vez que se oye decir esto «los apóstoles no tuvieron otras pruebas de la resurrección de Cristo que aquellas de que nosotros disponemos», experimenta un sentimiento de ansiedad, y vienen ganas de decirse «Pues no debían estar muy seguros. Si tenían una fe como la mía, era bien débil y cambiante. Yo me apoyaba en ellos para reafirmarme, y mira por dónde tengo que hacer el mismo trabajo, llegar a la misma certeza ellos, en lugar de descansar sobre su testimonio».
Pero después de este momento penoso, uno capta el otro lado de la cuestión: si disponemos de las mismas pruebas que los apóstoles, sólo depende de nosotros el fortificarlas y el multiplicarlas Si tuviésemos que fiarnos su testimonio, estaríamos colgados del pasado y de un testimonio lejano Pero si depende de nosotros convencernos de la resurrección de Cristo, abre ante nosotros un porvenir ilimitado. Y esta búsqueda de certeza no es ya una ardua y estudiosa encuesta histórica; coincide con nuestra tarea cotidiana, con nuestro deber apostólico: ser testigo y hacer a los otros testigos de la resurrección, «Los apóstoles daban poderosamente testimonio de la resurrección de Jesucristo… No había pobres entre ellos», relatan orgullosamente los Hechos de los apóstoles. Nadie entre ellos falto de consideración, de amigos, de cuidados, de ayuda, de dinero. Para que derrocasen así las costumbres, abatiesen las barreras, transformasen las relaciones sociales, era necesario que les animase una nueva vida, que otro les inspirase, cosa que se hacía de día en día más evidente para ellos y para los paganos de su alrededor.
«No había pobres entre ellos».
Es demasiado fácil dejar el encargo de demostrar la resurrección solamente a los apóstoles, y entonces descansáis sobre ellos como se hace, demasiado a menudo, sobre el cumplimiento de un rito. Puede parecer humildad o piedad, pero es una abdicación. Solamente a partir del momento en que os sentís responsables, depositarios de la energía resucitante de Cristo, habéis entrado en la verdad de este misterio y arrastráis a él a los demás. Es empleándolo como os convenceréis de ello. No se trata de memorizar los acontecimientos del pasado de verificar los atestados, de experimentar emociones religiosas. Hay que construir una comunidad que irradie nueva vida. Cuando se entra en esa realidad es cuando realmente se comienza a entrar en la resurrección de Cristo.
* * *
¿Qué es la resurrección? Para la mayor parte de los cristianos, parece una noción simple: un alma que reasume su cuerpo.
Esta idea es mucho más filosófica que cristiana -se ha llamado al catolicismo «el platonismo de los pobres»-. Y sin embargo no es para revelar la inmortalidad del alma para lo que el Verbo de Dios se encarnó, y lo que nos promete es algo muy distinto de la resurrección del cuerpo.
La resurrección de la «carne» de que habla la Escritura es la resurrección del hombre completo. No la confundamos con la resurrección... de un poco de carne. El sentido bíblico de «carne» es el hombre considerado en su debilidad natural, y en este sentido el alma es tan «carne» como el cuerpo. Cuando decís que el Verbo se hizo carne, afirmáis que se hizo hombre; seríais herejes suponiendo que solamente asumió un cuerpo.
Lamentable estado el del cristiano, que por una parte admite filosóficamente la inmortalidad del alma, y por otra parte piensa que toda la obra de Cristo, todo el beneficio de la redención, es asegurar, siglos después, la resurrección de su cuerpo. Recuperaremos nuestro cuerpo después de haber prescindido tranquilamente de él y de haber vivido numerosos siglos como «almas separadas», como un recuerdo, un apéndice, un colgante superfluo, pero decorativo.
La existencia de un alma separada (entre la muerte individual y la resurrección supuesta futura) es una monstruosidad filosófica, pues el alma no es el hombre. La iglesia terminó por recurrir a esa hipótesis a fuerza de ver retrasarse la parusía. Al principio creía que los muertos esperaban en una especie de refrigerador («locum refrigerii», leemos aún en el canon romano de la misa) el retorno de Cristo glorioso; y era necesario que san Pablo asegurase a los cristianos que sus muertos no saldrían perjudicados en la carrera hacia la salvación (1 Tes 4, 13).
Pero la prolongación de la espera hacía insoportable a la conciencia cristiana un tan largo exilio de sus difuntos; y se terminó por admitir que estaban ya con Cristo.
Desgraciadamente, la idea muy materialista que se tenía de la resurrección de los cuerpos (se pensaba ingenuamente que era el cuerpo depositado en el sepulcro el que recobraría vida, y es la razón por la que, durante mucho tiempo, la iglesia ha prohibido la incineración) impedía admitir una resurrección inmediata. Así pues, se situaba el alma en el cielo y el cuerpo en la tierra, y se dilataba su reunión hasta el fin de los tiempos.
Leed a Bossuet, el sermón para el día de difuntos: «Al sonido de esta voz todopoderosa que se dejará oír en un momento desde oriente hasta occidente, y del septentrión al mediodía, los cuerpos yacentes, los huesos resecos, la ceniza y el polvo frío e insensible se conmoverán en el lecho de sus sepulcros; toda la naturaleza se comenzará a remover; y la mar, la tierra y los abismos se prepararán para devolver sus muertos que parecían haber devorado como una presa, pero que solamente habían recibido como depósito a devolver fielmente, a la primera orden... Pues esta materia de nuestros cuerpos no le pertenece menos por haber cambiado de nombre y de forma; y él sabrá perfectamente reunir los restos dispersos de nuestros cuerpos, que siempre le son queridos porque él los unió una vez a un alma que es su imagen, llena de su gracia, y son siempre guardados por su mano poderosa, en cualquier lugar del universo en que la ley de los cambios haya arrojado esos preciosos restos».
Sin embargo, pensemos que la capa superficial de la tierra verosímilmente no bastará para proporcionar la materia necesaria para los cuerpos de todos los hombres que habrán vivido desde el principio al fin del mundo Pues es siempre la misma tierra la que sirve para hacer otros cuerpos, y serán utilizados por nuestros sucesores.
Por otra parte, nuestro mismo cuerpo ha cambiado varias veces en el curso de nuestra existencia ¿cuál de ellos resucitará? Hemos dejado ya un gran número de esos «depósitos preciosos» destinados a la inmortalidad por la imaginación popular.
En el fondo, nuestro «cuerpo» es toda porción de materia que es alcanzada por nuestras armas cromosómicas Quiero decir que nuestra única identidad biológica es nuestra fórmula cromosómica y que cualquier materia puede servirnos de cuerpo a condición de que nos sea apropiada de ese modo. Si, durante nuestra vida, nos hemos ido haciendo constantemente un cuerpo con la ayuda de tan diferentes materiales, ¿qué imposibilidad hay en que después de nuestra muerte continuemos formándonos un nuevo órgano de comunicación con el mundo y los hombres?
En el fondo, el error ha estado en considerar como futuros los acontecimientos permanentes. El «juicio», por ejemplo, no es «final», es perpetuo. El juicio ha tenido lugar ya (Jn 3, 18), resulta continuamente del hecho de que la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no quieren recibirla. Nosotros somos juzgados constantemente por nuestra reacción a la palabra de Dios.
Lo mismo la resurrección: no es final, es inmediata.
Verdad que en ciertos pasajes del nuevo testamento parece que se trate de una resurrección futura; pero en muchas otros la resurrección ha tenido lugar ya y se produce en cada instante.
Vosotros, ¿creéis que resucitaréis o creéis que habéis resucitado ya?
«Puesto que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba… Pues estabais muertos…» (Col 3, 1-3), decía san Pablo.
Creer en una resurrección futura es descorazonador; es la fe ciega de los tres apóstoles que prometen guardar el secreto «hasta la resurrección de los muertos» y luego se preguntan qué significa eso, «una resurrección de los muertos»; es una fe falsa como la de Marta, que fue reprendida y corregida por Cristo.
Muchos cristianos creen en la resurrección de la carne de la manera desprendida y lejana como creía Marta. Jesús le dice: «Tu hermano resucitará». «Sí –responde Marta –, sé que resucitará en la resurrección, en el último día». No le interesa en absoluto, está demasiado lejos para suscitar una esperanza. Ese es exactamente el entusiasmo de los católicos, que proclaman: «Esperamos la resurrección de los muertos».
Pero Cristo quería hablar de otra resurrección, de una resurrección inmediata. Iba a transformar la fe triste de Marta en la resurrección, convirtiéndola en una experiencia.
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiere muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».
¿Cómo entendéis estas palabras? ¿Crees que tú no morirás jamás? ¿Crees que has resucitado? ¿Crees que estás en la vida eterna? ¿O dejas todo esto para más tarde?
Toda la vida cristiana es una continuación, un aprendizaje de muertes y resurrecciones. Comienza en el bautismo: habéis sido sumergidos en el agua bautismal, habéis muerto allí con Cristo (Rom 6, 4) y de ella habéis resurgido transformados, vivificados, inmortalizados. Todos los sacramentos son participación en la muerte y resurrección de Cristo. Pero, ¿los habéis interiorizado para hacer la experiencia de semejante transformación?
La resurrección esencial, capital, es aquella de la que hacéis la experiencia. Comprendo la avidez de la gente por las exteriorizaciones fantásticas de la resurrección de Cristo cuando no han hecho la experiencia de una verdadera resurrección personal.
Existen dos señales de haber resucitado:
En primer lugar, se da uno cuenta de que estaba muerto. Mientras se está muerto, uno no se da cuenta, no se pasa mal, ni se sufre, ni se siente nada. Quizá uno molesta un poco a los otros por el olor, pero nadie se siente importunado por el propio. Ni siquiera se peca: se está muerto No hay nada que confesar: se está muerto. Uno acude a misa todos los domingos, «de cuerpo presente», como dicen las esquelas.
Pero se resucita si se toma conciencia de la propia muerte, de haber vivido muerto, si se descubre toda la dureza, todo el alcance de la muerte propia Se extraña uno ¿cómo habré podido yo soportar esto tanto tiempo? No creía, no esperaba nada, estaba sin esperanza, no amaba nada ni a nadie, y me encontraba muy bien, no tenía nada que reprocharme.
La segunda señal: la vida a la que Cristo nos resucita es la vida eterna, descubrimos que existe desde ahora una vida que podría durar siempre. Desde que se resucita, la vida a la que se despierta es de tal abundancia de alegría y de amor, que se podría vivir de ellos sin fin. Reúne estas dos características aparentemente contradictorias: con una vida así, se podría morir enseguida y se podría vivir siempre.
Se constata que hay en nosotros dos clases de vidas: una pobre vida pequeñita y triste, mezquina, aburrida y tediosa, –Dios quiera que no se inmortalice–, y otra vida tan intensa y tan sabrosa que la eternidad no la agotará. Es de esta vida de la que habla Cristo, es ésta la que anuncia la iglesia, es la que describen los santos, y cuando vivo de ella, sé que no es mía, que puedo perderla, ahogarla, o abrirme a ella; pero cuando la viva nadie me hará durar.
Entonces se comprenden las palabras de Cristo: «Tal es el pan que desciende del cielo que quien come de él no morirá nunca». ¿Cómo interpretáis esto, vosotros los que creéis que Dios nos resucitará «en el último día»? No, la intervención de Cristo no es al final, es inmediata. Nos da una vida que no acabará jamás. «Si alguien come de este pan vivirá eternamente… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna… Este es el plan bajado del cielo. No es como el que comieron vuestros padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre… El que ponga en práctica lo que digo, no gustará la muerte» (Jn 8, 51).
Y nos pregunta: «¿Crees esto?» (Jn 11, 26).
Durante mucho tiempo interpreté la respuesta de Pedro a Jesús («Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna») como un acto de fe, un esfuerzo de confianza. Pero hoy las entiendo como expresión de una experiencia: «Nadie nos ha hablado como tú. Tú dices la verdad de las cosas y de la vida. Tú hablas de las cosas de Dios con autoridad y como por experiencia. Tú revelas en nosotros una zona que no conocíamos. Nunca se cansa uno de oírte, tu palabra hace vivir y hace ver, y cuando hablas sentimos que nos abres las puertas de la verdadera vida».
Entonces la cuestión se desplaza; ya no hay que preguntar «¿Crees en la vida eterna?», sino «¿Tienes deseos, tienes de que vivir para siempre?» Una eternidad de vida ¿Quien es capaz de ella? No hay peor castigo para el que no ama, ni mejor recompensa cuando se ama Lo que importa no es la eternización, sino lo que se tiene para eternizar Cuando se ven ciertas asambleas cristianas, dan ganas de gritar: «Señor, no los eternices. No respiran hasta que salen».
La vida a la que Cristo nos resucita es una vida de amor es la suya. Jesús es el hombre que ha encontrado de qué morir y de qué vivir para siempre.
No proyectéis vuestra religión en el pasado ni en el porvenir: poco importa que Cristo haya resucitado, lo que cuenta es que está resucitado Poco importa que resucitéis en el último día, Io que importa es que estáis resucitados, que estáis en la vida eterna. «La vida eterna es conocerte, a ti, único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
El que no ha experimentado la resurrección y la vida eterna ya desde aquí, ¿cómo podrá creer en ello verdaderamente para más tarde? Y lo que es peor: creer en la resurrección dispensa a muchos cristianos de experimentarla. Creen en ella para más tarde, por la fe de su cura, de los apóstoles, de las Escrituras; guardan cuidadosamente la envoltura sin gustar jamás el fruto.
«Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida --dice san Juan-- que hemos resucitado, porque amamos a nuestros hermanos».
¿Conocéis algún ambiente en el que se resucite de tanto ser amado? ¿Habéis creado semejante medio de resurrección? ¿Nuestros medios ambientes son medios en los que se producen resurrecciones? ¿Habéis visto gentes que resucitaban? ¿Habéis resucitado a alguien?
Por favor, no os envanezcáis de vuestra fe en la resurrección de Cristo, ni de vuestra esperanza en la resurrección final para dispensaros de vivirla. La resurrección no es solamente el objeto principal de la fe; es también su fuente. La fe se apoya en la experiencia «Nadie me hablo como este hombre. Solamente Dios puede perdonar así los pecados. Nadie ha vuelto la vista como él a los ciegos de nacimiento que somos nosotros; sólo Dios puede resucitar a los muertos como él me ha resucitado».
Y si queréis añadir: «Nadie hace temblar la tierra como este hombre; nadie blanquea, nadie refulge, nadie atraviesa los muros como este hombre », hacedlo, pero guardáoslo para vosotros.
* * *
Para un judío de la época de Cristo la resurrección no es en manera alguna la reasunción de un cuerpo por «su» alma, sino el hecho de que el hombre, en su totalidad, conocería un más allá de esta vida, que lo esencial del hombre sería eternizado. Pero para él lo esencial del hombre no es su alma, es ser un cuerpo animado, un ser indivisiblemente corporal y espiritual. Y Cristo no pensaba de otro modo.
Para los teólogos actuales, la resurrección de Cristo no es ya el retorno de un cadáver a la vida terrestre; es un acontecimiento real, pero trascendente, y que excluye toda verificación experimental, un acontecimiento del mismo orden que la glorificación de Cristo, su exaltación a los cielos o su estar sentado a la derecha del Padre.
Un cuerpo glorioso no es un cadáver reanimado; se trata de un estado inimaginable, irrepresentable y con el cual no tenemos contacto más que por la fe. Es lo que parece decir P. Benoit:
Si él (Bulimann) quiere solamente rechazar el hacer (de la resurrección),… un acontecimiento susceptible de verificación científica, de «pruebas» experimentales sobre las que podría apoyarse la fe, hay que darle la razón… Aunque no pueda ser conocida más que por la fe y no por la experiencia, la resurrección de Cristo no por eso es menos un hecho que de suyo es anterior a la fe y exterior a ella .
* * *
Sin embargo, diréis, hay pruebas, ha habido una exteriorización de la resurrección de Cristo.
El sepulcro vacío
Signo evidentemente ambiguo, ya que el cuerpo de Cristo hubiera podido ser recogido por sus amigos, por sus enemigos o simplemente por error de indiferentes.
Por otra parte el cristianismo naciente parece ignorar la existencia y el argumento del sepulcro vacío, que destacan a placer los cuatro evangelios. Sólo muy tardíamente se empleó esta prueba o se usó este símbolo, y parece ser que un contexto polémico (Mt 28).
Pero sobre todo, los exegetas modernos admiten que si se hubiese colocado ante el santo sepulcro cuando al resurrección un aparato fotográfico, no hubiese registrado nada.
Guitton escribe que si Pilato o Tácito «hubiesen estado en la sala en que Jesús apareció, parecer ser que no hubiesen visto nada». Hacía falta la fe.
Pero Guitton no ha podido concluir que esto significa equivalentemente que Pilato y Tácito ante el sepulcro vacío lo hubiesen visto lleno. Puesto que había falta fe para percibir el hecho.
Para mí, si el cuerpo de Cristo hubiese quedado en el sepulcro, yo tendría exactamente la misma fe en su resurrección.
Pues el cuerpo de los seres que hemos perdido no ha abandonado el sepulcro, y sin embargo, los creemos vivos.
Si, como dice el nuevo testamento, la resurrección de Cristo es la nuestra, ¿para qué pretender que la suya haya tenido lugar de manera completamente distinta?
Las apariciones
Los exegetas admiten cada vez más que las apariciones no son hechos históricos; no había presencia corporal de Cristo, como hubiera podido constatarla cualquier testigo.
Pero se ha mantenido un combate de retaguardia para sostener que no fueron puras visiones o simples impresiones espirituales. Pero entonces, ¿qué era, si no era un fenómeno físico ni una visión?
Y sin embargo san Pablo, cuando habla de las apariciones de Cristo y cita la del camino de Damasco, emplea la misma expresión para todas: «Fue visto» (1 Cor 15, 3.8). Ahora bien, él, Pablo, gozó ciertamente de una «visión» en el sentido ordinario de la palabra, ya que sus compañeros nada vieron.
Otros autores, más audaces (pero que no publican lo que dicen), enseñan que estos relatos de apariciones, tan vivos y concretos, son insistencias pedagógicas de cara a los helenistas que no creían más que en la inmortalidad del alma, explicaciones gráficas e imaginadas, único medio de inculcar la verdad de la resurrección total.
Notad que los relatos se hacen cada vez más concretos a medida que el tiempo pasa: Pablo habla de una visión, pero en suma nada ha visto, ha oído un mensaje; Mateo relata un discurso; Lucas una conversación, un viaje y una comida; Juan una comida y pruebas de tacto.
Parece que los apóstoles y sus fieles no podían representarse la resurrección más que por la constatación de un cuerpo tan semejante como fuese posible al antiguo cuerpo de Jesús. Nosotros ya no tenemos necesidad de esta representación para admitir la realidad del hecho. Recordemos que estos mismos hombres que veían el cuerpo de Cristo resucitado veían también ángeles con un cuerpo semejante al de ellos. Uno no era sin duda más real que otro, y quizá ellos usaban intencionalmente estas imágenes.
Para nosotros la característica de las apariciones de Jesús es que al pronto nadie le reconoció. María Magdalena le tomó por el jardinero, los discípulos de Emaús hicieron kilómetros con él sin identificarlo, los apóstoles de la pesca milagrosa vieron un extraño en la orilla que les preparaba pan y peces.
No lo reconocieron ni por la vista, ni por la voz, ni por el tacto. ¿Esto no debilita decisivamente la tesis de una aparición física, puesto que sería inútil, siendo él irreconocible?
Fue necesario que se despertase su fe: «Oh hombres sin inteligencia, de corazón lento en creer...». Así eran al principio, eran como nosotros somos y mientras permaneciesen lentos en creer y sin inteligencia espiritual no podían reconocerle.
¿Cómo, gracias a qué, le reconocieron?
Ahí está todo: ¿pensáis que fue Cristo quien cambió? Después de enmascararse se desenmascaró. Sería demasiado infantil.
Los únicos que debieron cambiar, fueron evidentemente los apóstoles. Si Cristo hubiese cambiado ellos hubieran podido seguir estando sin inteligencia y lentos en creer. Si Cristo se hubiese bajado hasta ellos, hubieran quedado eximidos de levantarse hasta él, hubieran podido conservar su estado de pesantez y de incredulidad.
Pero la verdad es lo contrario: él les habló, les habló como él sólo habla, en la oración, en la meditación de las Escrituras releídas día tras día hasta que brotase su sentido («¿No era necesario…?» y en su primer discurso de los Hechos Pedro resume su descubrimiento: «No era posible que la muerte le retuviese en su poder; pues David dice...»). Les habló tan justo y tan exacto qué su corazón se puso ardiente como cuando les hablaba en otro tiempo. Vieron entre ellos a alguien tan tierno, tan servicial, reconfortante, lleno de certeza y de fe, que se dijeron: «Es él... No puede ser más que él... Solamente con él hemos sido interpelados, alimentados, servidos, alegrados como lo volvemos a estar ahora».
Poco a poco fueron aprendiendo que Jesús podía surgir en cualquier momento, en cualquier sitio, de cualquier persona. Y entonces comprendieron y reconocieron lo que él había querido decirles cuando les advertía: «Yo estaré siempre con vosotros».
Recurrid a vuestra experiencia: ¿nunca os ha ocurrido codearos largo tiempo con alguien sin percibirlo, ignorándolo, quizá incluso con sentimientos de desconfianza o de desdén, bien porque parecía no tener nada que aportaros, bien porque lo presentíais demasiado diferente? Guardabais las distancias, permanecíais cerrados a su cercanía, interpretabais mal lo que hacía. Después, un día, una circunstancia, os acercó, un viaje, una fiesta, un trabajo. Y porque por una vez le tratasteis con un poco de confianza, se puso a hablaros y quedasteis maravillados. Rápidamente os conquistó, el tiempo se os hizo corto, hubierais querido quedaros, os prometisteis volverle a ver, invitarle... Y os dijisteis después: «Me ha dicho cosas que nadie me había dicho; estaba a gusto con él, como nunca lo había estado con nadie; me volvía mejor; me introducía en otro mundo».
¿Nunca habéis vivido esto, y a menudo partiendo de la persona más banal, de un humilde, de un pequeño? Nada da tanto el sentimiento de lo sagrado como la aparición de algo grande y puro en la peor pobreza.
¿Qué es lo que pasó?
A la muerte de Cristo sus discípulos pasaron una crisis terrible: desesperación, vergüenza, duda, abatimiento.
Pero habían sido demasiado bien formados, se les había hablado demasiado profundamente, las palabras se habían grabado, habían experimentado una clase de vida demasiado fuerte como para poder resignarse a la muerte de él y a la suya.
A fuerza de orar, de meditar las Escrituras, en una vida de intercambios y servicios fraternales, comenzaron poco a poco a revivir; las palabras resonaron; los gestos les subieron del corazón; les vino una seguridad extraordinaria. Se sorprendieron diciendo palabras (sabían bien que no eran ellos quienes las decían), haciendo gestos (sabían que no eran ellos quienes los hacían), descubrieron en sí mismos un valor, una certeza, una penetración maravillosa. Se sabían inválidos, habitados Nunca les había resultado Cristo tan vivo. Nunca afloraron su presencia física. Vivian de ella, les desbordaba, se les contagiaba. Cristo había dicho: es mejor para vosotros que yo me vaya. Pablo confirmaba: «Si conocía a Cristo según la carne, ahora ya no lo conozco según la carne». E Ignacio de Antioquía: «Las cosas espirituales son mucho más evidentes que las cosas terrestres; incluso el Señor Jesús se manifiesta mucho mejor desde que está junto al Padre».
Sus apariciones de Cristo son las que vosotros mismos podéis tener; encontraron hombres, hermanos, pero sus relaciones con ellos ya no eran las mismas que antes; sobrevenían recuerdos, se interponían imágenes; escuchaban mejor, buscaban más profundo, comprobaban que del ser más desapercibido (un jardinero), del más humilde (un cocinero), del más despistado («Eres tú el único que no sabes...») podía surgir la presencia si se le escuchaba, si se le consideraba, si se le invitaba a la mesa, si se le trataba con suficiente respeto y amor.
Renovó su vocación; les devolvió el gusto, el sentido de su misión; volvieron a aprender a servirse de sus poderes de compartir el pan, de perdonar los pecados, de apaciguar tempestades, de transfigurar los rostros.
Y no tuvieron necesidad de más.
Quizá es lo que san Juan insinúa en su evangelio, tan planeado, tan calculado:
Pedro partió, pues, con él otro discípulo y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos. El otro discípulo, más rápido que Pedro, le adelantó y llegó primero al sepulcro. Inclinándose entonces vio las vendas en el suelo; sin embargo, no entró. Simón Pedro que le seguía, llegó a su vez. Entra en el sepulcro y ve las vendas en tierra y el sudario que le cubría la cabeza… Entonces entró también el otro discípulo que llegó primero al sepulcro. Vio y creyó.
Vio y creyó. ¿Qué vio? Las vendas enredadas, ¿son una prueba, una exteriorización convincente de la resurrección? No, es una leve señal, un débil indicio; pero si estáis llenos de fe y de amor, cualquier señal os habla y vosotros inferís como un relámpago la presencia a la que estáis sensibilizados. «El leproso reconoce a la esposa por un solo cabello de su cabeza».
La fe no es creer que los apóstoles gozaron de una percepción física que nosotros no tenemos; es compartir su percepción de la realidad espiritual de Cristo viviente.
En el fondo, en todo su evangelio, san Juan afirma que Jesús manifestaba constantemente su gloria, que ojos atentos e iluminados percibían sin cesar el amor y la presencia del Padre en el Hijo: «Hemos visto si gloria».
«Nos sirvió la mesa, nos partió su pan, nos lavó los pies, e incluso en la cruz continúo amándonos y llamándonos».
¿Conocéis otra gloria mejor, un signo más evidente de Dios?
San Juan nos dice: «Percibíamos constantemente su gloria».
Si fuésemos lo bastante atentos, lo bastante espirituales, lo bastante interiorizados, descubriríamos sin cesar signos de resurrección, veríamos alrededor de nosotros el mundo en trance, en trabajo de resurrección, hombres que se alzan frente a la injusticia y la opresión.
He aquí los tres mayores conformismos de nuestra época:
La Rusia soviética criticada y desconcertada por sus jóvenes escritores, poetas, intelectuales que se rebelan, que afrontan los tribunales y los campos, que se manifiestan, que intentan despertar la conciencia de su pueblo. No se puede encadenar al hombre, no se puede encerrar al hombre en esos sepulcros.
El conformismo americano, el way of life más hábil para condicionar al hombre. ¡Cuántos estudiantes, pastores, negros, sacerdotes y religiosos se levantan, disertan, denuncian los crímenes de su propio país!
El conformismo romano, la terrible opresión de la «piedra» católica que hace la ley más que forma y respeta la conciencia, la rigidez de las tradiciones, de las jerarquías, todo eso es elevado, trabajado por la fuerza del Espíritu de resurrección.
Y toda la juventud mundo que reclama el respeto de su dignidad y el acceso a las responsabilidades Qué resurrección cuando se ha conocido la atonía, la pasividad, la indiferencia y el infantilismo a los que se la había reducido.
«Si los hombres no resucitan -dice san Pablo - Cristo tampoco ha resucitado». Pero los hombres resucitan y su inmensa aspiración de mayor dignidad, de fraternidad y de libertad revela toda la amplitud de la energía resucitante de Cristo.
Y cuando vosotros mismos hayáis hecho personalmente la experiencia de este prodigioso poder de resurrección esparcido por el universo, cuando hayáis participado en él, cuando lo hayáis ejercido, entonces tendréis verdadera fe en la resurrección de Cristo.
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1 Problème de Jésus II, 216.
2 Exégèse et théologie, 108.
3 O. c., 88-89.
EVELY, Louis, El evangelio sin mitos, Sociedad de Educación Atenas, Madrid, 1973, pp. 123-143.
EN UN MUNDO profundamente transformado es necesario que se renueve la obra característica del Espíritu Santo: que cada cual oiga a la iglesia católica hablarle en su propia lengua, que nuestro tiempo experimente la sorpresa de escuchar una gozosa nueva proclamada en su lenguaje, en su mentalidad, con sus aspiraciones.
Es reírse de las gentes, proponerles la ascensión tomo una travesía entre nubes, el descenso a los infiernos como una exploración espeleológica y el sentarse a la derecha del Padre como el ceremonial de una investidura divina.
Representar la resurrección de Cristo como la imagen de un cadáver que sale de una tumba es evidentemente la tentación inevitable de una catequesis primitiva, pero tropieza con tan graves objeciones históricas, filosóficas y teológicas que nos vemos obligados a expresarla de otro modo si queremos que las gentes avisadas nos escuchen.
¿Por qué ha de ser necesaria la fe para constatar la identidad de un cadáver reanimado? La resurrección no es un «retorno a la vida» -–sería poco deseable y no prepararía más que un retorno a la muerte–; es la entrada en una vida distinta, expresa la glorificación de Cristo, su ascensión a la esfera de la existencia divina. Pero entonces, ¿qué prueba histórica, qué experiencia podría concebirse para atestiguar un hecho así? Si un cuerpo espiritual se presenta como tal no puede ser constatado ni reconocido; si se presenta como un cuerpo ordinario, pierde precisamente lo que quería hacer constatar, es un fantasma que no tiene realidad ni en un orden ni en el otro.
Pero vamos a ir mostrando todo esto más despacio.
Comencemos por distinguir, como en otros lugares, una interiorización de la resurrección y una exteriorización.
Es un peligro permanente, y es la desgracia actual de la iglesia, confundir en todos los terrenos la interiorización y la exteriorización: es mucho más fácil de definir un cristiano por el bautismo que por la fe y la caridad. Y, sin embargo, qué es mejor: ¿Una fe sin bautismo o un bautismo sin fe? ¿Un amor sin matrimonio o un matrimonio sin amor? ¿Una misa sin comunidad o una comunidad sin misa?
Es lo que mata a tantos sacerdotes jóvenes: sentir que se van haciendo funcionarios de lo sagrado, pasar el tiempo administrando el bautismo a niños cuyos padres no tienen fe. Casar parejas de las que no se sabe si se quieren de verdad ni si creen; dar la unción a enfermos ya inconscientes, enterrar ateos en la iglesia y celebrar misas para individuos yuxtapuestos, convocados bajo pena de pecado mortal.
Cristo empleó tres años en crear una comunidad y no celebró más que una misa en toda su vida. Pero los sacerdotes celebran trescientas sesenta y cinco misas por año sobre comunidades ausentes.
La exteriorización, el rito, han ahogado la interiorización, la realidad.
¿Cuál es para vosotros, la interiorización de la resurrección? Que Cristo es viviente y vivificante, que ha adquirido tal intensidad de vida que es capaz de unir a sí un cuerpo hecho de miembros innumerables animados por la vida misma.
¿Y cuál es la exteriorización que deseáis? ¿Ángeles? ¿Un temblor en la tierra? ¿Una aparición? ¿Cuáles son vuestras exigencias? Tomás reclamó huellas dactilares; se entregó a una verificación judicial de identidad. ¿Es eso lo que os convencerá de la resurrección de Cristo? Y aún cuando su cadáver hubiese sido reanimado durante algunos meses o años, ¿qué interés tendría eso para nosotros, veinte siglos de distancia?
La exteriorización que hace Mateo es:
Y he aquí que se produjo un gran temblor de tierra: el ángel del Señor descendió del cielo, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Tenía el aspecto del relámpago, y su ropa era blanca como nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y quedaron como muertos (Mt 28, 2-4).
Los antiguos exegetas concedían gran importancia a estos testimonios. Los nuevos ven en ellos un lenguaje convencional. Jean Guitton afirma:
Mateo se esfuerza por contar (la resurrección) con el colorido de los antiguos relatos bíblicos... Esas «maravillas» que nos admiran y que están en discordancia con la sobriedad y la verosimilitud del relato de Lucas y de Juan, para comprenderlas bien hay que adoptar, sin duda, la actitud de espíritu que tenía Pablo ante el maná o ante la roca de Horeb; buscaba ante todo su significación «típica»1.
Y el padre Benoit, profesor de la Escuela bíblica de Jerusalén, escribe:
...Y así las manifestaciones con las que solamente Mateo acompaña la resurrección presentan, por su relación con las descripciones del Día de Yahvé, una enseñanza más teológica que propiamente histórica2.
¡Más teológica que histórica! ¿Conocéis acontecimientos que sean un poco menos históricos que teológicos? ¿No valdría más decir que tal cosa no es histórica en absoluto? (Si, por una vez, los exegetas católicos tuvieran el valor de decir claramente lo que piensan... ¡Sería asombroso, pero a fin de cuentas muy saludable!).
La exteriorización de la resurrección, para un hombre moderno, es haber experimentado que Cristo actúa en su vida, haber sido interpelado por esa palabra que habla como jamás ha hablado hombre alguno, haberle visto hacerse vivo y aparecer en el último de los suyos.
Cuando se ha visto y se ha vivido esto, uno queda tan feliz, tan convencido, tan colmado que no desea nada más, y todo lo demás, los signos que enumeraba más arriba, en su comparación parecen niñerías.
Verdaderamente, si nada hubiese ocurrido en el pasado, nada habría que experimentar en el presente. Pero si algo se ha producido únicamente en el pasado, eso ya no nos interesa hoy. Hay que llegar a demostrar que la misma realidad se nos ofrece hoy, como se propuso a los apóstoles en otro tiempo.
* * *
La cuestión fundamental, para nosotros, es la siguiente: ¿creéis que los apóstoles tuvieron de la resurrección de Cristo otras pruebas que nosotros?
La mayor parte así lo cree; creen que los apóstoles gozaron de encuentros, de presencia de apariciones, de palabras, de comidas comunes de evidencias palpables Y nosotros que no hemos sido favorecidos con los mismos privilegios, no tenemos más que fiarnos de ellos
Pero si fuese así, significaría que nosotros creemos en su testimonio más que en Cristo resucitado, dependeríamos de otros hombres no tendríamos comunicación directa con Dios; nuestra fe sería humana y no divina.
Confesémoslo: la primera vez que se oye decir esto «los apóstoles no tuvieron otras pruebas de la resurrección de Cristo que aquellas de que nosotros disponemos», experimenta un sentimiento de ansiedad, y vienen ganas de decirse «Pues no debían estar muy seguros. Si tenían una fe como la mía, era bien débil y cambiante. Yo me apoyaba en ellos para reafirmarme, y mira por dónde tengo que hacer el mismo trabajo, llegar a la misma certeza ellos, en lugar de descansar sobre su testimonio».
Pero después de este momento penoso, uno capta el otro lado de la cuestión: si disponemos de las mismas pruebas que los apóstoles, sólo depende de nosotros el fortificarlas y el multiplicarlas Si tuviésemos que fiarnos su testimonio, estaríamos colgados del pasado y de un testimonio lejano Pero si depende de nosotros convencernos de la resurrección de Cristo, abre ante nosotros un porvenir ilimitado. Y esta búsqueda de certeza no es ya una ardua y estudiosa encuesta histórica; coincide con nuestra tarea cotidiana, con nuestro deber apostólico: ser testigo y hacer a los otros testigos de la resurrección, «Los apóstoles daban poderosamente testimonio de la resurrección de Jesucristo… No había pobres entre ellos», relatan orgullosamente los Hechos de los apóstoles. Nadie entre ellos falto de consideración, de amigos, de cuidados, de ayuda, de dinero. Para que derrocasen así las costumbres, abatiesen las barreras, transformasen las relaciones sociales, era necesario que les animase una nueva vida, que otro les inspirase, cosa que se hacía de día en día más evidente para ellos y para los paganos de su alrededor.
«No había pobres entre ellos».
Es demasiado fácil dejar el encargo de demostrar la resurrección solamente a los apóstoles, y entonces descansáis sobre ellos como se hace, demasiado a menudo, sobre el cumplimiento de un rito. Puede parecer humildad o piedad, pero es una abdicación. Solamente a partir del momento en que os sentís responsables, depositarios de la energía resucitante de Cristo, habéis entrado en la verdad de este misterio y arrastráis a él a los demás. Es empleándolo como os convenceréis de ello. No se trata de memorizar los acontecimientos del pasado de verificar los atestados, de experimentar emociones religiosas. Hay que construir una comunidad que irradie nueva vida. Cuando se entra en esa realidad es cuando realmente se comienza a entrar en la resurrección de Cristo.
* * *
¿Qué es la resurrección? Para la mayor parte de los cristianos, parece una noción simple: un alma que reasume su cuerpo.
Esta idea es mucho más filosófica que cristiana -se ha llamado al catolicismo «el platonismo de los pobres»-. Y sin embargo no es para revelar la inmortalidad del alma para lo que el Verbo de Dios se encarnó, y lo que nos promete es algo muy distinto de la resurrección del cuerpo.
La resurrección de la «carne» de que habla la Escritura es la resurrección del hombre completo. No la confundamos con la resurrección... de un poco de carne. El sentido bíblico de «carne» es el hombre considerado en su debilidad natural, y en este sentido el alma es tan «carne» como el cuerpo. Cuando decís que el Verbo se hizo carne, afirmáis que se hizo hombre; seríais herejes suponiendo que solamente asumió un cuerpo.
Lamentable estado el del cristiano, que por una parte admite filosóficamente la inmortalidad del alma, y por otra parte piensa que toda la obra de Cristo, todo el beneficio de la redención, es asegurar, siglos después, la resurrección de su cuerpo. Recuperaremos nuestro cuerpo después de haber prescindido tranquilamente de él y de haber vivido numerosos siglos como «almas separadas», como un recuerdo, un apéndice, un colgante superfluo, pero decorativo.
La existencia de un alma separada (entre la muerte individual y la resurrección supuesta futura) es una monstruosidad filosófica, pues el alma no es el hombre. La iglesia terminó por recurrir a esa hipótesis a fuerza de ver retrasarse la parusía. Al principio creía que los muertos esperaban en una especie de refrigerador («locum refrigerii», leemos aún en el canon romano de la misa) el retorno de Cristo glorioso; y era necesario que san Pablo asegurase a los cristianos que sus muertos no saldrían perjudicados en la carrera hacia la salvación (1 Tes 4, 13).
Pero la prolongación de la espera hacía insoportable a la conciencia cristiana un tan largo exilio de sus difuntos; y se terminó por admitir que estaban ya con Cristo.
Desgraciadamente, la idea muy materialista que se tenía de la resurrección de los cuerpos (se pensaba ingenuamente que era el cuerpo depositado en el sepulcro el que recobraría vida, y es la razón por la que, durante mucho tiempo, la iglesia ha prohibido la incineración) impedía admitir una resurrección inmediata. Así pues, se situaba el alma en el cielo y el cuerpo en la tierra, y se dilataba su reunión hasta el fin de los tiempos.
Leed a Bossuet, el sermón para el día de difuntos: «Al sonido de esta voz todopoderosa que se dejará oír en un momento desde oriente hasta occidente, y del septentrión al mediodía, los cuerpos yacentes, los huesos resecos, la ceniza y el polvo frío e insensible se conmoverán en el lecho de sus sepulcros; toda la naturaleza se comenzará a remover; y la mar, la tierra y los abismos se prepararán para devolver sus muertos que parecían haber devorado como una presa, pero que solamente habían recibido como depósito a devolver fielmente, a la primera orden... Pues esta materia de nuestros cuerpos no le pertenece menos por haber cambiado de nombre y de forma; y él sabrá perfectamente reunir los restos dispersos de nuestros cuerpos, que siempre le son queridos porque él los unió una vez a un alma que es su imagen, llena de su gracia, y son siempre guardados por su mano poderosa, en cualquier lugar del universo en que la ley de los cambios haya arrojado esos preciosos restos».
Sin embargo, pensemos que la capa superficial de la tierra verosímilmente no bastará para proporcionar la materia necesaria para los cuerpos de todos los hombres que habrán vivido desde el principio al fin del mundo Pues es siempre la misma tierra la que sirve para hacer otros cuerpos, y serán utilizados por nuestros sucesores.
Por otra parte, nuestro mismo cuerpo ha cambiado varias veces en el curso de nuestra existencia ¿cuál de ellos resucitará? Hemos dejado ya un gran número de esos «depósitos preciosos» destinados a la inmortalidad por la imaginación popular.
En el fondo, nuestro «cuerpo» es toda porción de materia que es alcanzada por nuestras armas cromosómicas Quiero decir que nuestra única identidad biológica es nuestra fórmula cromosómica y que cualquier materia puede servirnos de cuerpo a condición de que nos sea apropiada de ese modo. Si, durante nuestra vida, nos hemos ido haciendo constantemente un cuerpo con la ayuda de tan diferentes materiales, ¿qué imposibilidad hay en que después de nuestra muerte continuemos formándonos un nuevo órgano de comunicación con el mundo y los hombres?
En el fondo, el error ha estado en considerar como futuros los acontecimientos permanentes. El «juicio», por ejemplo, no es «final», es perpetuo. El juicio ha tenido lugar ya (Jn 3, 18), resulta continuamente del hecho de que la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no quieren recibirla. Nosotros somos juzgados constantemente por nuestra reacción a la palabra de Dios.
Lo mismo la resurrección: no es final, es inmediata.
Verdad que en ciertos pasajes del nuevo testamento parece que se trate de una resurrección futura; pero en muchas otros la resurrección ha tenido lugar ya y se produce en cada instante.
Vosotros, ¿creéis que resucitaréis o creéis que habéis resucitado ya?
«Puesto que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba… Pues estabais muertos…» (Col 3, 1-3), decía san Pablo.
Creer en una resurrección futura es descorazonador; es la fe ciega de los tres apóstoles que prometen guardar el secreto «hasta la resurrección de los muertos» y luego se preguntan qué significa eso, «una resurrección de los muertos»; es una fe falsa como la de Marta, que fue reprendida y corregida por Cristo.
Muchos cristianos creen en la resurrección de la carne de la manera desprendida y lejana como creía Marta. Jesús le dice: «Tu hermano resucitará». «Sí –responde Marta –, sé que resucitará en la resurrección, en el último día». No le interesa en absoluto, está demasiado lejos para suscitar una esperanza. Ese es exactamente el entusiasmo de los católicos, que proclaman: «Esperamos la resurrección de los muertos».
Pero Cristo quería hablar de otra resurrección, de una resurrección inmediata. Iba a transformar la fe triste de Marta en la resurrección, convirtiéndola en una experiencia.
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiere muerto vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».
¿Cómo entendéis estas palabras? ¿Crees que tú no morirás jamás? ¿Crees que has resucitado? ¿Crees que estás en la vida eterna? ¿O dejas todo esto para más tarde?
Toda la vida cristiana es una continuación, un aprendizaje de muertes y resurrecciones. Comienza en el bautismo: habéis sido sumergidos en el agua bautismal, habéis muerto allí con Cristo (Rom 6, 4) y de ella habéis resurgido transformados, vivificados, inmortalizados. Todos los sacramentos son participación en la muerte y resurrección de Cristo. Pero, ¿los habéis interiorizado para hacer la experiencia de semejante transformación?
La resurrección esencial, capital, es aquella de la que hacéis la experiencia. Comprendo la avidez de la gente por las exteriorizaciones fantásticas de la resurrección de Cristo cuando no han hecho la experiencia de una verdadera resurrección personal.
Existen dos señales de haber resucitado:
En primer lugar, se da uno cuenta de que estaba muerto. Mientras se está muerto, uno no se da cuenta, no se pasa mal, ni se sufre, ni se siente nada. Quizá uno molesta un poco a los otros por el olor, pero nadie se siente importunado por el propio. Ni siquiera se peca: se está muerto No hay nada que confesar: se está muerto. Uno acude a misa todos los domingos, «de cuerpo presente», como dicen las esquelas.
Pero se resucita si se toma conciencia de la propia muerte, de haber vivido muerto, si se descubre toda la dureza, todo el alcance de la muerte propia Se extraña uno ¿cómo habré podido yo soportar esto tanto tiempo? No creía, no esperaba nada, estaba sin esperanza, no amaba nada ni a nadie, y me encontraba muy bien, no tenía nada que reprocharme.
La segunda señal: la vida a la que Cristo nos resucita es la vida eterna, descubrimos que existe desde ahora una vida que podría durar siempre. Desde que se resucita, la vida a la que se despierta es de tal abundancia de alegría y de amor, que se podría vivir de ellos sin fin. Reúne estas dos características aparentemente contradictorias: con una vida así, se podría morir enseguida y se podría vivir siempre.
Se constata que hay en nosotros dos clases de vidas: una pobre vida pequeñita y triste, mezquina, aburrida y tediosa, –Dios quiera que no se inmortalice–, y otra vida tan intensa y tan sabrosa que la eternidad no la agotará. Es de esta vida de la que habla Cristo, es ésta la que anuncia la iglesia, es la que describen los santos, y cuando vivo de ella, sé que no es mía, que puedo perderla, ahogarla, o abrirme a ella; pero cuando la viva nadie me hará durar.
Entonces se comprenden las palabras de Cristo: «Tal es el pan que desciende del cielo que quien come de él no morirá nunca». ¿Cómo interpretáis esto, vosotros los que creéis que Dios nos resucitará «en el último día»? No, la intervención de Cristo no es al final, es inmediata. Nos da una vida que no acabará jamás. «Si alguien come de este pan vivirá eternamente… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna… Este es el plan bajado del cielo. No es como el que comieron vuestros padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre… El que ponga en práctica lo que digo, no gustará la muerte» (Jn 8, 51).
Y nos pregunta: «¿Crees esto?» (Jn 11, 26).
Durante mucho tiempo interpreté la respuesta de Pedro a Jesús («Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna») como un acto de fe, un esfuerzo de confianza. Pero hoy las entiendo como expresión de una experiencia: «Nadie nos ha hablado como tú. Tú dices la verdad de las cosas y de la vida. Tú hablas de las cosas de Dios con autoridad y como por experiencia. Tú revelas en nosotros una zona que no conocíamos. Nunca se cansa uno de oírte, tu palabra hace vivir y hace ver, y cuando hablas sentimos que nos abres las puertas de la verdadera vida».
Entonces la cuestión se desplaza; ya no hay que preguntar «¿Crees en la vida eterna?», sino «¿Tienes deseos, tienes de que vivir para siempre?» Una eternidad de vida ¿Quien es capaz de ella? No hay peor castigo para el que no ama, ni mejor recompensa cuando se ama Lo que importa no es la eternización, sino lo que se tiene para eternizar Cuando se ven ciertas asambleas cristianas, dan ganas de gritar: «Señor, no los eternices. No respiran hasta que salen».
La vida a la que Cristo nos resucita es una vida de amor es la suya. Jesús es el hombre que ha encontrado de qué morir y de qué vivir para siempre.
No proyectéis vuestra religión en el pasado ni en el porvenir: poco importa que Cristo haya resucitado, lo que cuenta es que está resucitado Poco importa que resucitéis en el último día, Io que importa es que estáis resucitados, que estáis en la vida eterna. «La vida eterna es conocerte, a ti, único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
El que no ha experimentado la resurrección y la vida eterna ya desde aquí, ¿cómo podrá creer en ello verdaderamente para más tarde? Y lo que es peor: creer en la resurrección dispensa a muchos cristianos de experimentarla. Creen en ella para más tarde, por la fe de su cura, de los apóstoles, de las Escrituras; guardan cuidadosamente la envoltura sin gustar jamás el fruto.
«Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida --dice san Juan-- que hemos resucitado, porque amamos a nuestros hermanos».
¿Conocéis algún ambiente en el que se resucite de tanto ser amado? ¿Habéis creado semejante medio de resurrección? ¿Nuestros medios ambientes son medios en los que se producen resurrecciones? ¿Habéis visto gentes que resucitaban? ¿Habéis resucitado a alguien?
Por favor, no os envanezcáis de vuestra fe en la resurrección de Cristo, ni de vuestra esperanza en la resurrección final para dispensaros de vivirla. La resurrección no es solamente el objeto principal de la fe; es también su fuente. La fe se apoya en la experiencia «Nadie me hablo como este hombre. Solamente Dios puede perdonar así los pecados. Nadie ha vuelto la vista como él a los ciegos de nacimiento que somos nosotros; sólo Dios puede resucitar a los muertos como él me ha resucitado».
Y si queréis añadir: «Nadie hace temblar la tierra como este hombre; nadie blanquea, nadie refulge, nadie atraviesa los muros como este hombre », hacedlo, pero guardáoslo para vosotros.
* * *
Para un judío de la época de Cristo la resurrección no es en manera alguna la reasunción de un cuerpo por «su» alma, sino el hecho de que el hombre, en su totalidad, conocería un más allá de esta vida, que lo esencial del hombre sería eternizado. Pero para él lo esencial del hombre no es su alma, es ser un cuerpo animado, un ser indivisiblemente corporal y espiritual. Y Cristo no pensaba de otro modo.
Para los teólogos actuales, la resurrección de Cristo no es ya el retorno de un cadáver a la vida terrestre; es un acontecimiento real, pero trascendente, y que excluye toda verificación experimental, un acontecimiento del mismo orden que la glorificación de Cristo, su exaltación a los cielos o su estar sentado a la derecha del Padre.
Un cuerpo glorioso no es un cadáver reanimado; se trata de un estado inimaginable, irrepresentable y con el cual no tenemos contacto más que por la fe. Es lo que parece decir P. Benoit:
Si él (Bulimann) quiere solamente rechazar el hacer (de la resurrección),… un acontecimiento susceptible de verificación científica, de «pruebas» experimentales sobre las que podría apoyarse la fe, hay que darle la razón… Aunque no pueda ser conocida más que por la fe y no por la experiencia, la resurrección de Cristo no por eso es menos un hecho que de suyo es anterior a la fe y exterior a ella .
* * *
Sin embargo, diréis, hay pruebas, ha habido una exteriorización de la resurrección de Cristo.
El sepulcro vacío
Signo evidentemente ambiguo, ya que el cuerpo de Cristo hubiera podido ser recogido por sus amigos, por sus enemigos o simplemente por error de indiferentes.
Por otra parte el cristianismo naciente parece ignorar la existencia y el argumento del sepulcro vacío, que destacan a placer los cuatro evangelios. Sólo muy tardíamente se empleó esta prueba o se usó este símbolo, y parece ser que un contexto polémico (Mt 28).
Pero sobre todo, los exegetas modernos admiten que si se hubiese colocado ante el santo sepulcro cuando al resurrección un aparato fotográfico, no hubiese registrado nada.
Guitton escribe que si Pilato o Tácito «hubiesen estado en la sala en que Jesús apareció, parecer ser que no hubiesen visto nada». Hacía falta la fe.
Pero Guitton no ha podido concluir que esto significa equivalentemente que Pilato y Tácito ante el sepulcro vacío lo hubiesen visto lleno. Puesto que había falta fe para percibir el hecho.
Para mí, si el cuerpo de Cristo hubiese quedado en el sepulcro, yo tendría exactamente la misma fe en su resurrección.
Pues el cuerpo de los seres que hemos perdido no ha abandonado el sepulcro, y sin embargo, los creemos vivos.
Si, como dice el nuevo testamento, la resurrección de Cristo es la nuestra, ¿para qué pretender que la suya haya tenido lugar de manera completamente distinta?
Las apariciones
Los exegetas admiten cada vez más que las apariciones no son hechos históricos; no había presencia corporal de Cristo, como hubiera podido constatarla cualquier testigo.
Pero se ha mantenido un combate de retaguardia para sostener que no fueron puras visiones o simples impresiones espirituales. Pero entonces, ¿qué era, si no era un fenómeno físico ni una visión?
Y sin embargo san Pablo, cuando habla de las apariciones de Cristo y cita la del camino de Damasco, emplea la misma expresión para todas: «Fue visto» (1 Cor 15, 3.8). Ahora bien, él, Pablo, gozó ciertamente de una «visión» en el sentido ordinario de la palabra, ya que sus compañeros nada vieron.
Otros autores, más audaces (pero que no publican lo que dicen), enseñan que estos relatos de apariciones, tan vivos y concretos, son insistencias pedagógicas de cara a los helenistas que no creían más que en la inmortalidad del alma, explicaciones gráficas e imaginadas, único medio de inculcar la verdad de la resurrección total.
Notad que los relatos se hacen cada vez más concretos a medida que el tiempo pasa: Pablo habla de una visión, pero en suma nada ha visto, ha oído un mensaje; Mateo relata un discurso; Lucas una conversación, un viaje y una comida; Juan una comida y pruebas de tacto.
Parece que los apóstoles y sus fieles no podían representarse la resurrección más que por la constatación de un cuerpo tan semejante como fuese posible al antiguo cuerpo de Jesús. Nosotros ya no tenemos necesidad de esta representación para admitir la realidad del hecho. Recordemos que estos mismos hombres que veían el cuerpo de Cristo resucitado veían también ángeles con un cuerpo semejante al de ellos. Uno no era sin duda más real que otro, y quizá ellos usaban intencionalmente estas imágenes.
Para nosotros la característica de las apariciones de Jesús es que al pronto nadie le reconoció. María Magdalena le tomó por el jardinero, los discípulos de Emaús hicieron kilómetros con él sin identificarlo, los apóstoles de la pesca milagrosa vieron un extraño en la orilla que les preparaba pan y peces.
No lo reconocieron ni por la vista, ni por la voz, ni por el tacto. ¿Esto no debilita decisivamente la tesis de una aparición física, puesto que sería inútil, siendo él irreconocible?
Fue necesario que se despertase su fe: «Oh hombres sin inteligencia, de corazón lento en creer...». Así eran al principio, eran como nosotros somos y mientras permaneciesen lentos en creer y sin inteligencia espiritual no podían reconocerle.
¿Cómo, gracias a qué, le reconocieron?
Ahí está todo: ¿pensáis que fue Cristo quien cambió? Después de enmascararse se desenmascaró. Sería demasiado infantil.
Los únicos que debieron cambiar, fueron evidentemente los apóstoles. Si Cristo hubiese cambiado ellos hubieran podido seguir estando sin inteligencia y lentos en creer. Si Cristo se hubiese bajado hasta ellos, hubieran quedado eximidos de levantarse hasta él, hubieran podido conservar su estado de pesantez y de incredulidad.
Pero la verdad es lo contrario: él les habló, les habló como él sólo habla, en la oración, en la meditación de las Escrituras releídas día tras día hasta que brotase su sentido («¿No era necesario…?» y en su primer discurso de los Hechos Pedro resume su descubrimiento: «No era posible que la muerte le retuviese en su poder; pues David dice...»). Les habló tan justo y tan exacto qué su corazón se puso ardiente como cuando les hablaba en otro tiempo. Vieron entre ellos a alguien tan tierno, tan servicial, reconfortante, lleno de certeza y de fe, que se dijeron: «Es él... No puede ser más que él... Solamente con él hemos sido interpelados, alimentados, servidos, alegrados como lo volvemos a estar ahora».
Poco a poco fueron aprendiendo que Jesús podía surgir en cualquier momento, en cualquier sitio, de cualquier persona. Y entonces comprendieron y reconocieron lo que él había querido decirles cuando les advertía: «Yo estaré siempre con vosotros».
Recurrid a vuestra experiencia: ¿nunca os ha ocurrido codearos largo tiempo con alguien sin percibirlo, ignorándolo, quizá incluso con sentimientos de desconfianza o de desdén, bien porque parecía no tener nada que aportaros, bien porque lo presentíais demasiado diferente? Guardabais las distancias, permanecíais cerrados a su cercanía, interpretabais mal lo que hacía. Después, un día, una circunstancia, os acercó, un viaje, una fiesta, un trabajo. Y porque por una vez le tratasteis con un poco de confianza, se puso a hablaros y quedasteis maravillados. Rápidamente os conquistó, el tiempo se os hizo corto, hubierais querido quedaros, os prometisteis volverle a ver, invitarle... Y os dijisteis después: «Me ha dicho cosas que nadie me había dicho; estaba a gusto con él, como nunca lo había estado con nadie; me volvía mejor; me introducía en otro mundo».
¿Nunca habéis vivido esto, y a menudo partiendo de la persona más banal, de un humilde, de un pequeño? Nada da tanto el sentimiento de lo sagrado como la aparición de algo grande y puro en la peor pobreza.
¿Qué es lo que pasó?
A la muerte de Cristo sus discípulos pasaron una crisis terrible: desesperación, vergüenza, duda, abatimiento.
Pero habían sido demasiado bien formados, se les había hablado demasiado profundamente, las palabras se habían grabado, habían experimentado una clase de vida demasiado fuerte como para poder resignarse a la muerte de él y a la suya.
A fuerza de orar, de meditar las Escrituras, en una vida de intercambios y servicios fraternales, comenzaron poco a poco a revivir; las palabras resonaron; los gestos les subieron del corazón; les vino una seguridad extraordinaria. Se sorprendieron diciendo palabras (sabían bien que no eran ellos quienes las decían), haciendo gestos (sabían que no eran ellos quienes los hacían), descubrieron en sí mismos un valor, una certeza, una penetración maravillosa. Se sabían inválidos, habitados Nunca les había resultado Cristo tan vivo. Nunca afloraron su presencia física. Vivian de ella, les desbordaba, se les contagiaba. Cristo había dicho: es mejor para vosotros que yo me vaya. Pablo confirmaba: «Si conocía a Cristo según la carne, ahora ya no lo conozco según la carne». E Ignacio de Antioquía: «Las cosas espirituales son mucho más evidentes que las cosas terrestres; incluso el Señor Jesús se manifiesta mucho mejor desde que está junto al Padre».
Sus apariciones de Cristo son las que vosotros mismos podéis tener; encontraron hombres, hermanos, pero sus relaciones con ellos ya no eran las mismas que antes; sobrevenían recuerdos, se interponían imágenes; escuchaban mejor, buscaban más profundo, comprobaban que del ser más desapercibido (un jardinero), del más humilde (un cocinero), del más despistado («Eres tú el único que no sabes...») podía surgir la presencia si se le escuchaba, si se le consideraba, si se le invitaba a la mesa, si se le trataba con suficiente respeto y amor.
Renovó su vocación; les devolvió el gusto, el sentido de su misión; volvieron a aprender a servirse de sus poderes de compartir el pan, de perdonar los pecados, de apaciguar tempestades, de transfigurar los rostros.
Y no tuvieron necesidad de más.
Quizá es lo que san Juan insinúa en su evangelio, tan planeado, tan calculado:
Pedro partió, pues, con él otro discípulo y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos. El otro discípulo, más rápido que Pedro, le adelantó y llegó primero al sepulcro. Inclinándose entonces vio las vendas en el suelo; sin embargo, no entró. Simón Pedro que le seguía, llegó a su vez. Entra en el sepulcro y ve las vendas en tierra y el sudario que le cubría la cabeza… Entonces entró también el otro discípulo que llegó primero al sepulcro. Vio y creyó.
Vio y creyó. ¿Qué vio? Las vendas enredadas, ¿son una prueba, una exteriorización convincente de la resurrección? No, es una leve señal, un débil indicio; pero si estáis llenos de fe y de amor, cualquier señal os habla y vosotros inferís como un relámpago la presencia a la que estáis sensibilizados. «El leproso reconoce a la esposa por un solo cabello de su cabeza».
La fe no es creer que los apóstoles gozaron de una percepción física que nosotros no tenemos; es compartir su percepción de la realidad espiritual de Cristo viviente.
En el fondo, en todo su evangelio, san Juan afirma que Jesús manifestaba constantemente su gloria, que ojos atentos e iluminados percibían sin cesar el amor y la presencia del Padre en el Hijo: «Hemos visto si gloria».
«Nos sirvió la mesa, nos partió su pan, nos lavó los pies, e incluso en la cruz continúo amándonos y llamándonos».
¿Conocéis otra gloria mejor, un signo más evidente de Dios?
San Juan nos dice: «Percibíamos constantemente su gloria».
Si fuésemos lo bastante atentos, lo bastante espirituales, lo bastante interiorizados, descubriríamos sin cesar signos de resurrección, veríamos alrededor de nosotros el mundo en trance, en trabajo de resurrección, hombres que se alzan frente a la injusticia y la opresión.
He aquí los tres mayores conformismos de nuestra época:
La Rusia soviética criticada y desconcertada por sus jóvenes escritores, poetas, intelectuales que se rebelan, que afrontan los tribunales y los campos, que se manifiestan, que intentan despertar la conciencia de su pueblo. No se puede encadenar al hombre, no se puede encerrar al hombre en esos sepulcros.
El conformismo americano, el way of life más hábil para condicionar al hombre. ¡Cuántos estudiantes, pastores, negros, sacerdotes y religiosos se levantan, disertan, denuncian los crímenes de su propio país!
El conformismo romano, la terrible opresión de la «piedra» católica que hace la ley más que forma y respeta la conciencia, la rigidez de las tradiciones, de las jerarquías, todo eso es elevado, trabajado por la fuerza del Espíritu de resurrección.
Y toda la juventud mundo que reclama el respeto de su dignidad y el acceso a las responsabilidades Qué resurrección cuando se ha conocido la atonía, la pasividad, la indiferencia y el infantilismo a los que se la había reducido.
«Si los hombres no resucitan -dice san Pablo - Cristo tampoco ha resucitado». Pero los hombres resucitan y su inmensa aspiración de mayor dignidad, de fraternidad y de libertad revela toda la amplitud de la energía resucitante de Cristo.
Y cuando vosotros mismos hayáis hecho personalmente la experiencia de este prodigioso poder de resurrección esparcido por el universo, cuando hayáis participado en él, cuando lo hayáis ejercido, entonces tendréis verdadera fe en la resurrección de Cristo.
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1 Problème de Jésus II, 216.
2 Exégèse et théologie, 108.
3 O. c., 88-89.
EVELY, Louis, El evangelio sin mitos, Sociedad de Educación Atenas, Madrid, 1973, pp. 123-143.