RAISSA
Italo Calvino
No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina
torciéndose las manos, maldice a los niños que lloran, se apoya en los
muros del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de
un mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien
se machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las
hileras de números torcidas de los negociantes y los banqueros, o
delante de las filas de vasos sobre la barra de las cantinas, menos mal
que las cabezas agachadas te ahorran miradas amenzantes. Dentro de las
casas es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas
aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay
a cada momento un niño que desde una ventana ríe a un perro que ha
saltado sobre una marquesina para morder un pedazo de tortilla que ha
dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio exclama: —¡Cariño
mío, déjame probarte!— a una joven hostelera que levanta un plato de
caldo de res bajo la pérgola, contenta de servirlo al vendedor de
paraguas que celebra un buen negocio: una sombrilla de encaje blanco
comprada por una gran dama para pavonearse en las carreras, enamorada de
un oficial que le ha sonreído al saltar el último arbusto, feliz él
pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los obstáculos viendo
volar en el cielo a un francolín, pájaro feliz por haber sido liberado
de una jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por pluma,
salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que
el filósofo dice: —También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo
invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se
destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando
nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz
contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe.
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